jueves, 4 de noviembre de 2010

COCIDO, PERO NO TANTO

Roberto Rue

Artículo publicado en las actas de las VI Jornadas Argentinas de Música Contemporánea e Investigación 2010 organizadas por CORAT y la Subsecretaría de Cultura de la Secretaría de Extensión Universitaria, Universidad Nacional de Córdoba.

Lo singular del trabajo humano es que puede crear, al lado de la naturaleza, otra naturaleza específicamente humana. Sin embargo, por muy sofisticados que pudieran ser los productos que resulten de esta última, nunca llegarán a ser totalmente extraños a la naturaleza que le precede. El mundo físico tiene sus propias leyes y éstas son independientes de la voluntad humana. Cocido, pero no tanto. El arte es un fenómeno físico porque no existe con independencia de la materia. La materia es su primera condición existencial, ya que ninguna idea artística se podría formalizar sin la materia y sin establecer acuerdos con sus propias leyes. Nadie duda que la consistencia material del mármol pone límites a las ideas del escultor. Y si se trata de los procesos psicológicos a través de los cuales el arte se hace humanamente comprensible, es necesario involucrar leyes concernientes a la fisiología del cerebro y la materia que presupone. Aparentemente, volvemos al punto de partida, sin embargo, el arte no queda definitivamente resuelto en este nivel primario de organización. Las propiedades inherentes a la estructura de la materia logran adquirir valor estético solamente cuando son asimiladas por el hombre y en su plena significación social. Suele decirse que las propiedades naturales constituyen la “forma” del arte mientras que el sentido social que se les atribuye determina su “contenido” (Stolovich).
El arte no está definido solamente por las propiedades materiales, depende también del contexto social y psicológico en el que se desarrolla. De todos modos, y por las razones filosóficas que alentaron la sobrevaloración de lo subjetivo, a los dos últimos factores se les ha dado mayor importancia epistemológica, por lo que casi siempre se deja de lado la naturaleza de aquello que el contexto encierra. La práctica social incide en las formas del arte, pero no más allá de lo que permite la naturaleza que sostiene esas formas; las leyes de la materia y de la percepción son objetivas y limitan las influencias del contexto social. En la música, por ejemplo, el estilo tonal no fue el resultado de meras circunstancias sociales; éstas favorecieron la aparición de la tonalidad, pero el efecto unificador que caracteriza al estilo no se debe únicamente a las circunstancias sociales.
La creación artística está rodeada por un número indefinido de situaciones materiales y sociales que, hasta cierto punto, condicionan la sensibilidad, aunque la naturaleza humana no es absolutamente incondicional en sus respuestas. Las propiedades del arte no resultan de un puro reflejo de la realidad material o social porque, como en todo reflejo, están igualmente presentes los rasgos particulares de aquello que causa el reflejo. Cuando alguien se mira al espejo no ve solamente su imagen, en ella también esta presente la singular manera de reflejar que tiene el espejo. El organismo humano, como el espejo, tiene sus propias leyes; se adapta a las condiciones externas, las rechaza o modifica según sus propios intereses estructurales.


El arte en la historia

Actualmente, el pensamiento dominante en materia de investigación musical tiene a la historia o la sociología como única referencia, pero sin asumir plenamente el lado científico de estas disciplinas. A diferencia de lo que ocurre actualmente con la investigación en las ciencias sociales, el estudio de la música sufre un lamentable atraso por no reconocer lo esencial del método científico. Esta situación es equivalente al atraso del idealismo teológico con relación al materialismo filosófico. El concepto de “dominante” antes mencionado no se relaciona con paralelismos sociales materialmente dominantes En los países subdesarrollados el atraso se debe, ante todo, a la voluntad de conservar ciertos privilegios académicos y sociales ganados en el terreno del idealismo filosófico, los que se verían seriamente afectados si se reconociera la superioridad del método científico.
Esta voluntad conservadora ha demorado notablemente el advenimiento de los nuevos métodos científicos de investigación aplicados al arte. En algunos casos se ha llegado a creer que la mera descripción histórica de la música, a veces ni siquiera asociada a las circunstancias sociales en las que se formó, es suficiente para argumentar en torno a la naturaleza del fenómeno musical (esteticismo). Esta manera de enfrentar el problema se debe al error de creer que el arte es una actividad absolutamente autónoma, y por lo tanto, incondicionada. Por este camino se vuelve al antiguo pensamiento de las ciencias sociales que pretendía explicar las formas del desarrollo social de acuerdo a cómo los hombres actúan socialmente según sus ideas o preferencias circunstanciales.
La manera de pensar de los hombres incide en la interpretación de los hechos de cada época. Esto es indiscutible, pero no constituye el único elemento que se debe tener en cuenta. Todo proceso social tiene un grado de objetividad que trasciende las modalidades circunstanciales, y con el arte sucede lo mismo. El arte trasciende las particularidades de cualquier época, y lo demuestra el hecho que aún podemos seguir gustando de las obras artísticas que fueron hechas en circunstancias sociales e históricas totalmente diferentes a las nuestras. Esta es una prueba de que en el arte existen factores objetivos, y hace legítimo el intento de estudiarlo científicamente.
La ciencia describe los procesos del mundo real, pero además intenta explicarlos a través de las causas que lo producen. En cambio, cuando los historiadores enfrentan el problema del arte lo hacen casi siempre de manera descriptiva, y si logran avanzar sobre algunas de las causas sociales que inciden en su desarrollo, allí se detienen, porque creen que las posibilidades de búsqueda han llegado a su límite. En este punto nada más oportuno que las palabras de Levy-Strauss: “La historia conduce a todo, pero siempre que se salga de ella”.
El arte, como las sociedades, se desarrolla en un mundo formado de materia y regulado por sus propias leyes y esto incluye la fisiología del cerebro, base de los procesos psicológicos, algo que nos conduce a la posibilidad concreta que otras causas puedan estar involucradas en el fenómeno artístico.


La investigación en el arte

La naturaleza del pensamiento hace que todos los contenidos de la realidad sean susceptibles de ser analizados científicamente, y el fenómeno musical no es una excepción. Los griegos fueron los primeros en comenzar a estudiar los fundamentos físicos de la música, como los intervalos y las escalas. Después, el problema de la música se trasladó a un ámbito de discusión mucho más amplio, incluyendo aspectos históricos y sociales; es decir, se comenzó a entender que el fundamento de la música no descansa en la pura objetividad y que tampoco es un fenómeno absolutamente autónomo. Este hecho merece una especial consideración porque señaló la necesidad de hallar otras disciplinas, distintas de la música, que pudieran decir algo sobre la música misma. Se comenzó a reconocer que la música no puede explicarse a sí misma y que para lograrlo es necesario recurrir a otras áreas del conocimiento. Sin embargo, la herencia subjetivista que aún domina al pensamiento occidental, impidió que se avanzara un poco más en este sentido. Por mucho tiempo la historia y la sociología fueron las principales disciplinas, sino las únicas oficialmente reconocidas, con la pretenciosa misión de resolver el problema de la música. Posteriormente, apareció una especie híbrida emparentada con el folklore llamada etnomusicología, que siempre dio la impresión de estar “forzando” la interpretación del fenómeno musical y tener una total “ausencia de interés especulativo” (Ramón y Rivera). Pero si de la etnología se trata, nada mejor que volver a citar las palabras de otra autoridad: “ante todo – dice Piaget – la etnología es una psicología”, lo que con mayor sensatez nos remite a un mundo lleno de leyes que merecen ser analizadas en relación con el arte, más allá de cualquier recopilación descriptiva de pueblos y costumbres.
El método científico ha logrado imponerse bastante en los países desarrollados, aunque la musicología histórica aún mantiene un cierto nivel de aceptación. La situación es muy diferente en los países que aún están en vías de desarrollo, donde la objetividad científica no ha tenido casi ninguna oportunidad de ser aceptada como método de observación en el estudio de la música. Incluso los organismos oficiales que promueven el desarrollo científico, ceden ante la popularidad de la musicología histórica, y en el ámbito académico el método científico aplicado al arte es bastante resistido. Tiene vigencia, en cambio, el relato monográfico como contraparte del método científico y la experimentación.
El idealismo filosófico se caracteriza, básicamente, por confundir las cosas con nuestras sensaciones, es decir, considera que los objetos de la realidad son un conjunto de sensaciones, meros contenido de nuestra conciencia. “La cualidad de nuestras sensaciones – dice Helmholtz - ya sea de luz o calor, de sonido o de gusto, no depende del objeto exterior, sino del nervio que transmite la sensación”. El idealismo artístico sigue la misma línea de pensamiento al afirmar que las propiedades estéticas son el resultado de lo que ocurre en nuestra conciencia, independientemente de cualquier hecho externo, incluyendo el factor social, porque la explicación última sobre las formas del arte se remitirá siempre a los modos subjetivos de reacción de cada individuo, según su propia experiencia. Bajo estas condiciones el valor estético se reduce al gusto personal, y la característica esencial del arte, la universalidad, es sustituida por el simple hábito de la percepción. La exageración del rol subjetivo en la apreciación artística limita las posibilidades de pensar que lo material puede incidir significativamente en la forma de nuestra experiencia estética. Por esta razón la historia y la sociología se han convertido en los principales instrumentos para el análisis del arte. Aún no se ha logrado entender que el arte está en la historia pero no es la historia, como en algún momento tampoco se entendió que los objetos son la causa de nuestras sensaciones pero no las sensaciones mismas.


El arte como mercancía

El objeto artístico es el resultado del trabajo humano, y como tal, no se lo puede aceptar sin reconocerle alguna finalidad específica dentro de la sociedad. El arte es un “producto social” y por un paralelismo mal interpretado se espera que aporte las mismas ventajas sociales que los otros productos. Es decir, además del valor netamente humano, se cree que su finalidad es aportar utilidad económica e ideológica. Sin embargo, estos dos últimos aspectos no pertenecen estrictamente a la esfera del arte. El tiempo y la práctica social fueron quienes pusieron al arte en esta situación. Y en los tiempos modernos parece que esta arbitrariedad atribuida a la actividad artística ya no sorprende demasiado, por el contrario, subsiste al amparo de la indiferencia o de las justificaciones más inverosímiles.
El arte permite ampliar los horizontes de la sensibilidad humana, pero se lo está utilizando para obtener ventajas económicas o crear hábitos de pensamiento. Por las presiones del contexto social en el que se desarrolla la actividad humana, ninguna disciplina artística puede escapar fácilmente a este doble propósito, y muchos artistas, consciente o inconscientemente, terminan siendo cómplices de esta situación porque las exigencias del mercado cultural así lo exigen. Excelentes artistas son tentados a producir con el único fin de satisfacer la demanda del consumo masivo, algo similar a lo que sucedió en la Edad Media con el monopolio del arte religioso. A pesar de la evidencia, el análisis historicista o sociológico del arte no se detiene demasiado en los intereses reales que hay detrás de las mercancías culturales. No le da suficiente importancia al hecho que las formas artísticas no siempre tienen un origen estético y que la mayoría de ellas son una estrategia destinada a crear hábitos en la sensibilidad, ya sea para promover el consumo o modelar la manera de pensar del hombre común.
Como sucede con el lenguaje, el arte sufre transformaciones. Se podría decir que estas transformaciones ocurren en dos niveles: en el primero de ellos están las causas profundas relacionadas con la estructura de la conciencia; luego están las transformaciones culturales, susceptibles de ser observadas casi de un modo directo. El estudio consagrado a las modificaciones históricas del arte puede elegir situarse entre estas dos opciones, y el estudio resultará legítimo aun cuando responda a un mero interés descriptivo, pero es importante que deje constancia de la diferencia que hay entre la producción que busca alentar el desarrollo de la sensibilidad humana de aquella otra que, en contraposición, busca automatizar las respuestas de los consumidores. En la Edad Media se ejercía control a través de las ideas religiosas expresadas en el arte; en la actualidad los objetivos son más amplios y se logran a través del consumo masivo.
El estudio del arte será legítimo si tiene la precaución de diferenciar los productos que resultan de una voluntad complaciente con el mercado cultural, de aquellos otros productos que no responden a esos intereses. Por supuesto que el arte nunca dejará de estar influenciado por las circunstancias sociales, pero algo muy distinto es que el arte refleje libremente rasgos de lo social, a que se encuentre sometido a las presiones de algún interés en particular. Exponer esta diferencia es crucial al momento de valorar el alcance de cualquier observación. El arte es un fenómeno relativamente autónomo, es decir, tiene sus propias leyes, pero se manifiesta a través de su condicionamiento social. Ahora, si el estudio del arte ignora que buena parte de la producción artística tiene como finalidad lo económico o la manipulación ideológica, entonces la autonomía del arte deja de tener valor para el observador; éste ya no busca en el arte leyes objetivas y termina haciendo una mera clasificación de los caprichos del gusto personal. En estas circunstancias el estudio del arte pierde su objetividad y queda reducido a una simple sociología del gusto.
El arte destinado al consumo masivo ha sido llevado al extremo de la vulgaridad; pocas son las excepciones a esta normativa. Y los sociólogos o los historiadores del arte, muchos de ellos cómplices del subjetivismo histórico, analizan las cualidades del arte popular a la luz de las condiciones sociales de quienes gustan y exigen ese arte, en vez de buscar el origen de esas cualidades en el interés económico de los productores artísticos. Lo que se conoce como “arte popular” no siempre es el producto de un pueblo que perfecciona su sensibilidad a través del libre trabajo artístico. Lo cotidiano de la versión popular del arte es más bien el resultado de la dictadura ejercida por los productores de mercancías culturales, para quienes el progreso de la sensibilidad humana no es un beneficio, por eso, cuando la sociología se detiene a observar solamente la etapa del consumo, ignorando los motivos reales de la producción, no se sitúa en condiciones favorables para argumentar sobre la naturaleza de la formas artísticas.
El objetivo de cualquier investigación científica es descubrir las causas objetivas que explican los fenómenos de la realidad, y si se trata del arte, la finalidad no es diferente, busca explicar su naturaleza y desarrollo a través de leyes objetivas. Si los estudios del arte se hicieran con la suficiente objetividad, deberían señalar que muchos de los bienes culturales destinados al consumo masivo no tienen auténticas motivaciones estéticas. Ellos obedecen a los intereses del mercado o buscan crear hábitos de pensamiento. Al mismo tiempo deberían discernir que el objetivo del arte es la educación que busca ampliar los horizontes de la sensibilidad humana, entre otras cosas, para detectar las motivaciones que son ajenas al arte. Y la investigación responsable, en lo que a la naturaleza del arte se refiere, debería importarle, fundamentalmente, el conocimiento y control de las leyes que actúan bajo la libertad de producción. Dicho con otras palabras, no debería importarle las leyes que regulan el éxito del mercado artístico, sino aquellas que operan bajo la libre elección del artista.


Evolución musical

La evolución biológica se origina en la necesidad de los microorganismos de adaptarse a las diferentes condiciones ambientales. Gracias a esta adaptación fueron apareciendo transformaciones sucesivas que permitieron a los organismos vivos sobrevivir a las exigencias del medio ambiente; las especies que no lograron adaptarse, se extinguieron progresivamente. Estas transformaciones fueron cada vez más perfectas para el mismo fin pero preservando, simultáneamente, las características esenciales de los seres vivos tales como: evitar la pérdida del orden interno, reaccionar a los estímulos externos, metabolismo, crecimiento, reproducción, etc. La evolución de la música a través de la historia se la puede entender de manera similar. En términos generales, los estilos son las diferentes modalidades cognitivas del significado musical. Por su parte, el arte es una “organización de las sensaciones” (Read), por lo que interpretamos que el significado de la forma artística se relaciona, en parte, con las formas subjetivas de reacción de cada individuo. Estamos hablando de las leyes de la percepción, o aquellos contenidos que dentro de ella resulten más estables, además de los modelos de cultura en los que la percepción se forma.
La evolución del arte se corresponde con la evolución de la sensibilidad. Si fuera posible para una persona evaluar la música de acuerdo a la sensibilidad de cada época, la música del romanticismo no sería mejor que la del barroco. Sin embargo, para la sensibilidad contemporánea la música del período romántico se muestra más evolucionada que la del barroco, como consecuencia de la adaptación de la sensibilidad a las nuevas formas de organización.
Esto no debería sorprender. El sistema biológico, contrariamente a lo que ocurre con los sistemas físicos, tiende a la mayor improbabilidad manteniendo un elevadísimo nivel de organización. Por esta razón las formas de vida pasan de ser las más simples a las más complejas, efecto que también parece alcanzar a la psicología. Así, el sistema auditivo, por ser parte del sistema biológico y estar inexorablemente vinculado a la psicología, preservaría los rasgos esenciales de esta tendencia. Para ejemplificar la adaptación de la sensibilidad auditiva a las diferentes modalidades cognitivas del significado musical recurrimos, una vez más, a la cualidad de los intervalos musicales. Los intervalos formados con frecuencias naturales de baja magnitud son más consonantes para el oído porque le exigen un menor esfuerzo. Por ejemplo, el movimiento de dos cuerdas que se encuentran en relación de octava está representado acústicamente por la fracción 2/1. Esto quiere decir que mientras una de estas cuerdas efectúa dos períodos enteros en un segundo, la otra efectúa solamente uno en la misma unidad de tiempo. En el caso de la quinta, cuya representación acústica es 3/2, encontramos que en la misma unidad de tiempo hay tres períodos enteros de una cuerda y dos de la otra. Este último intervalo es menos consonante porque hay una mayor cantidad de acontecimientos por unidad de tiempo y le exigen al oído un mayor esfuerzo. Este es el dato objetivo al que se expone el oído, pero la práctica sensorial y la tendencia natural del sistema auditivo de evolucionar hacia lo más complejo, hacen que el oído extienda su concepto de consonancia a otros intervalos menos simples. Un interesante ejemplo histórico fue la tercera mayor (5/4) no aceptada inicialmente como consonancia en el sistema musical griego, pero que se transformó después en el intervalo básico de la armonía tonal. Otro caso fue el trinoto, que por la misma razón pasó de ser un “diabolus in música” a ser un “diablo domesticado” (Hindemith).
La disonancia le exige al oído mayor esfuerzo que la consonancia, pero cuando el oído se acostumbra al mayor esfuerzo, el concepto sobre la cualidad del intervalo se modifica. Este hecho puede ser interpretado como una evolución del concepto de consonancia; no obstante, por estar involucradas causas materiales y psicológicas independientes de la voluntad, este desplazamiento hacia relaciones más complejas no anula las diferencias cualitativas entre los mismos intervalos, es decir, la tercera seguirá siendo más disonante que la quinta como ésta lo será de la octava. Se mantiene el orden objetivo entre los intervalos aunque cambie el concepto sobre la cualidad de cada uno de ellos.
Con la sensibilidad musical sucede algo similar. Las transformaciones se producen por trascendencia y no por anulación, por lo tanto la sensibilidad contemporánea implica la comprensión de los niveles menos desarrollados y puede reconocer, por ejemplo, el valor de la música barroca, pero como un hecho artístico ya superado. En cambio, si la sensibilidad individual no ha logrado actualizarse en la práctica sensorial a través de la audición, la interpretación o la composición, puede llegar a concluir que la música barroca es la mejor de todas y que las innovaciones formales subsiguientes constituyen un retroceso.


La representación lingüística del tiempo

El orden espacial es intuitivo, se relaciona con la simultaneidad objetiva y material. La intuición primaria del tiempo, en cambio, se circunscribe a un puro presente subjetivo. El “ahora” es el momento de mayor claridad, mientras que los restantes contenidos temporales de la conciencia permanecen en un estado difuso. Esta diferencia entre la unidad temporal inmediata y los acontecimientos pasados o futuros, hacen que la representación del tiempo en el pensamiento lingüístico necesite recurrir a la deducción causal, para poder elaborar un concepto abstracto del orden temporal.
Un indicio interesante sobre las estructuras subjetivas relacionadas con los procesos temporales, en comparación con los espaciales, se encuentra en algunas lenguas primitivas (lengua klamath en Gatschet y melanesia en Codrington), donde las relaciones temporales se designan con nombres que tienen significación originalmente espacial. El “aquí” designa el “ahora”, mientras que el “allá” designa el “antes” o el “después”; incluso actualmente, cuando hablamos de acontecimientos que suceden en el tiempo utilizamos expresiones como “cerca” o “lejos”. Esto demuestra que la simple coordinación entre el espacio y el tiempo imaginada por la investigación epistemológica, no era tan consistente como se creía (Cassirer).
En el pensamiento lingüístico primitivo, las formas estructurales del tiempo se transforman en las del espacio. Incluso, la paradoja de Zenón con respecto al movimiento de la flecha que nunca llega a su destino, se corresponde con la forma de representación que esas lenguas primitivas tenían del tiempo, es decir, la flecha siempre está en reposo porque el movimiento es interpretado como “estando” en una sucesión infinita de lugares fijos.
El espacio es intuitivo y por eso su forma de representación prevalece; en cambio, la unidad del devenir temporal se produce cuando el desarrollo de la conciencia logra incorporar la noción de causa y efecto. Así, los acontecimientos sucesivos comienzan a mostrarse en relaciones interdependientes, y el tiempo pasa a ser interpretado como un todo funcional y dinámico. El hecho singular de que el espacio pueda ser reducido a una unidad intuitiva de manera más inmediata que el tiempo, donde no hay simultaneidad como en el espacio, podría explicar por qué la percepción de las transformaciones estilísticas en las artes espaciales (pintura, escultura) tuvo, y tiene, una aceptación más rápida que las transformaciones en las artes temporales (música).
La comprensión del tiempo en el lenguaje hablado, como lo es en el “lenguaje musical”, no es un hecho espontáneo; es obra de un lento proceso del entendimiento. En el lenguaje humano fue necesaria la deducción causal para que el concepto de “tiempo” lograra un valor unitario. En la música el concepto de unidad formal está igualmente conectado a ciertos procesos del entendimiento con respecto a la espacialización del tiempo y la singularidad del presente cognitivo.


Lenguaje tonal

La tonalidad aparece gradualmente en la música europea durante el siglo XVI. El sistema está construido sobre principios acústicos muy simples: las escalas con las frecuencias más simples para la sucesión de tonos y semitonos (modos mayor y menor), y las triadas con un máximo grado de consonancia. Si se tiene en cuenta el principio de menor esfuerzo auditivo, el punto de partida es absolutamente comprensible; pero si se piensa en la adaptación de la sensibilidad, es mucho el tiempo que ha transcurrido para que aún permanezcan sin ser comprendidos los estilos abstractos no basados en la tonalidad tradicional. Muchos compositores contemporáneos aún siguen fieles al dogma tonal, y como la educación artística depende de ellos, la enseñanza de la composición permanece adherida a ese dogmatismo. Estamos enfrentados a un incomprensible anacronismo: a comienzos del siglo XXI la sensibilidad auditiva todavía sigue controlada por las ideas del barroco y el clasicismo.
Pero hay razones para que esto suceda. La organización espacial es intuitiva de un modo inmediato, no así la temporal, por eso la música tradicional se basó en analogías espaciales para hacer más evidente su unidad. La simultaneidad espacial permite una captación inmediata del “todo”, y la música tradicional buscó imitar esta particularidad haciendo que las formas estructurales del espacio se trasladen a las del tiempo en forma de repeticiones. La repetición es en el tiempo lo que la simultaneidad es en el espacio.
El espacio adquiere valor representativo solamente en la música escrita sobre el papel, donde tiene sentido hablar de “distancias” entre los sonidos (más “cercanos” o más “alejados”), pero no constituye el modo real de la percepción musical porque falta la interacción causal entre los estímulos sucesivos. Para la percepción no es igual escuchar el sonido aislado A, que escucharlo rodeado de otros sonidos: AB, BAC, etc. Simbólicamente: (A + B) – A, no es igual a B.
Cuando en un proceso temporal hay un reconocimiento, ya sea por igualdad absoluta o semejanza de patrón entre los acontecimientos, se logra estabilidad; cuando no existe tal reconocimiento, el proceso se debilita. Sin embargo, en el mundo material que nos rodea prevalece la variedad y no la repetición, y no por eso la realidad pierde estabilidad y su consecuente unidad. Los objetos iguales ubicados en el espacio son menos frecuentes de percibir, el resto exhibe una variedad difícil de calcular, pero tienen a su favor el hecho de que pueden ser fácilmente comparados en virtud de la simultaneidad. Así, la unidad de los objetos materiales distribuidos en el espacio es casi inmediata para la conciencia. No sucede lo mismo con las sucesiones temporales, donde la simultaneidad se produce solamente a través de la memoria, al recordar y comparar dos o más acontecimientos pasados. Esta manera de presentarse la simultaneidad temporal hace más difícil captar la unidad de un proceso en su totalidad, en cambio, la conciencia está en mejores condiciones de captar esa unidad desde el puro presente subjetivo, el momento de mayor claridad.
La intuición espacial es material, la temporal es cualitativa. Al reconocer elementos dentro de una sucesión temporal se produce estabilidad. Si no existe tal reconocimiento la estabilidad puede disminuir, no obstante, si entre los elementos que lo forman hay nexos cualitativos comunes, la unidad del conjunto tiende a mantenerse. Ahora, traslademos este concepto a la música. Si entre los acontecimientos musicales inmediatos se mantiene la “buena continuación” de manera permanente, por deducción causal se puede concluir que la totalidad del trascurso responde al principio de la buena forma. Por ejemplo, si existe buena continuación entre A y B, luego entre B y C, entonces, por la propiedad transitiva habrá buena continuación entre A y C.
La diferencia entre la unidad espacial y la temporal está en que cambia el lugar donde ubicarla: en la totalidad o en el presente. La simultaneidad espacial facilita la conciencia de la unidad de una manera casi espontánea, mientras que en los procesos temporales la conciencia de la unidad es más fácil desde el presente y a través de la deducción causal como lo fue en el lenguaje hablado.
La música tradicional buscó afianzar la unidad del todo imitando la simultaneidad espacial, de ahí que se recurra a las repeticiones e imitaciones para lograr una asociación más efectiva. De esta manera la unidad del todo está presente en la conciencia por la probabilidad de las repeticiones. En cambio, en la música contemporánea abstracta, donde no hay repeticiones explícitas ni imitaciones, la unidad de la misma totalidad se logra si la cualidad de buena continuación es una constante frente al puro presente subjetivo. Sólo para dar un ejemplo de fácil representación mencionamos el caso de la armonía. Si las relaciones simultáneas sucesivas son las mejores posibles, la unidad tiene lugar sin importar cuál sea el destino del movimiento armónico. En este caso no existe un único centro de gravitación como en el sistema tonal. Dependiendo del grado de consonancia de los diferentes momentos por los que el proceso pasa, se producirán diferentes niveles de esfuerzo auditivo y sus respectivas tendencias resolutivas, aunque no estén siempre referidas a una misma altura. Un desvío cualitativo constante se asemejaría bastante a una curva, incluso, sería relativamente previsible aunque no cumpliera con las funciones de retorno.
Vemos los objetos, pero no el espacio que los separa, sin embargo, este espacio hace posible que los objetos tengan contigüidad y significado. Lo mismo se puede decir de la música que no tiene repeticiones, que cambia incesantemente. A pesar de esta variación, las leyes inherentes a la percepción (proximidad, igualdad, cierre, etc.) articulan el devenir sonoro, permitiendo la aparición de “objetos” cuyo significado queda sometido a íntima e intransferible experiencia del receptor. Al desaparecer los motivos musicales tradicionales, los intereses estructurales de la conciencia se encargan de crear sus propias unidades de articulación (motivos). Algo similar sucede con las manchas que vemos sobre una pared o las que muestran los test proyectivos, donde es posible ver o imaginar objetos cuyo significado está basado en la experiencia personal del sujeto expuesto. Las lenguas aislantes, como el chino, es otro ejemplo. En estas lenguas las palabras no tienen ningún contexto gramatical, sin embargo, son portadoras de significado porque ante la ausencia de una gramática exterior, la interior se impone para hacer posible la significación (Cassirer). Esta particularidad subjetiva le permite al arte abstracto adquirir valor significante.
Lo anterior nos conduce al dilema del arte como un medio de comunicación. Generalmente se cree que el compositor tiene la misión de transferir significados, y que esta transferencia sigue el modelo lingüístico. En realidad, el compositor, al organizar los estímulos externos está buscando darle un orden a las sensaciones con la finalidad de que el perceptor, frente a estas sensaciones, pueda interpretar sus propias reacciones sensibles, crear sus propios significados, independientemente del estado subjetivo del artista que modela la materia sonora. El compositor confía en las reacciones del oyente; aporta motivos para el significado, pero no el significado mismo, por esta razón el significado de una misma obra no tiene que ser necesariamente igual para el emisor que para el o los receptores.
La comunicación es el traslado de información, es decir, de un conjunto de datos que, por estar organizados, tienen un significado. En el caso del arte la comunicación no debería confundirse con las propiedades que caracterizan al lenguaje hablado. Por ejemplo, hay comunicación entre un hierro incandescente y el aire que lo rodea porque estos elementos tienden a equiparar sus temperaturas, pero no estamos diciendo que ellos “hablan” entre sí. Hay comunicación porque existe un emisor, un receptor y un mensaje, y aunque el esquema de transmisión es muy elemental no deja de cumplir con las condiciones básicas de una comunicación. En este último caso la naturaleza del mensaje se relaciona con la temperatura, mientras que en la música el mensaje busca inducir la significación de los estímulos sonoros en la imaginación del oyente.


Progreso en el arte

Se cree que Wagner fue quien fomentó la idea del progreso en el arte, la idea del genio incomprendido que se adelanta al tiempo en el que vive (Popper). En realidad, ningún compositor se adelanta a su época, él mismo está condicionado por los esquemas aprendidos, y todo lo que haga llevará la marca de su época y de su historia. No obstante, el compositor, en su búsqueda de nuevos procedimientos, a veces obtiene resultados que no son consecuentes con las expectativas de sus contemporáneos, quienes están muy acostumbrados a los patrones de respuesta aprendidos rutinariamente. La gente común disfruta de la música de una manera espontánea y contemplativa, a diferencia de lo que sucede con los músicos, que están más preparados para enfrentar las “aventuras” formales.
Ningún compositor sincero busca escribir obras que se adelanten a su época, todo lo contrario, quiere ser entendido por sus contemporáneos; el problema está en que quiere ser entendido incluyendo la novedad que aportan sus propias innovaciones. Pero la originalidad que él aporta y además entiende, porque la práctica sensorial le ha permitido llevar su sensibilidad a un nuevo nivel de exigencia, produce resultados inesperados para el oído no entrenado de sus contemporáneos. La costumbre crea en la conciencia una constelación de expectativas que, de no ser satisfecha, produce desagrado. Es lo que les sucede a los consumidores de música popular o de las versiones más populares de la música “clásica”, cuando se enfrentan a la música contemporánea abstracta. El desencuentro que se produce no significa que el compositor se adelantó a su época; en realidad, sólo ha mantenido actualizada su sensibilidad, mientras los demás buscaron la satisfacción sensible resolviendo sus expectativas sin moverse de sus propios esquemas aprendidos. El arte busca permanentemente la originalidad y no tiene por qué ser complaciente con el oído acostumbrado. Si la indulgencia fuera una ley del arte, nunca hubiéramos llegado a la música de Bach, Mozart o Beethoven.
En la música, como en todas las artes, siempre aparecen nuevos criterios de organización que, dependiendo de la práctica sensorial de quienes la perciben, tendrá diferentes grados de aceptación. A pesar de los diferentes y justificados grados de aceptación, el gusto personal nunca puede ser tomado como una medida objetiva de valoración artística. Se sabe que el gusto, como el pensamiento, es susceptible de ser condicionado, especialmente cuando el sujeto es un receptor pasivo, es decir, cuando la capacidad de análisis y síntesis de su conciencia no está lo suficientemente desarrollada. El efecto que produce la música de consumo masivo es el mejor ejemplo en este sentido. Agentes publicitarios invaden el mercado con productos de muy baja calidad, y por efecto del automatismo de la conciencia acostumbrada, estos productos terminan siendo asimilados y aceptados como los mejores.
La selección natural es el mecanismo básico de la evolución biológica. Permite que los organismos vivos se adapten a las condiciones ambientales y produzcan variaciones genéticas eficaces para su descendencia, facilitando así el desarrollo de la especie. Cuando se trata de la evolución social y cultural del hombre, es decir, de su desarrollo intelectual y moral, la selección natural parece haber perdido su naturalidad basada en la necesidad y haberse convertido en una viciosa retroalimentación. Actualmente, a la sensibilidad del hombre común le es muy difícil vencer la rutina, y su capacidad de valorar ha quedado sometida a los mandatos circunstanciales del mercado destinado al puro consumo.
En estas condiciones es casi natural que la valoración de los productos artísticos se haga a través de factores que ni siquiera se relacionan con la estética. La música, por ejemplo, tiene un gran poder de evocación, a tal punto que una vulgar melodía puede transportarnos a los mejores momentos de nuestras vidas, y frente a semejante acontecimiento, es muy frecuente que algunas personas identifiquen el valor de los recuerdos con la melodía, es decir, le atribuyen a la melodía el valor de los recuerdos. Igualmente, se adjudica un gran valor estético a muchas expresiones de la literatura, la poesía o el teatro sólo por la importancia social o filosófica que ellas representan. Sin embargo, la utilización del arte para mostrar la verdad de un hecho social no garantiza la presencia de calidad artística. Hay obras de arte destinadas a revelar importantes verdades sociales pero que no logran tener un gran valor estético; otras, en cambio, las superan en calidad a pesar de estar destinadas a ponderar hechos injustos de la vida social. Las pinturas de la Edad Media, por ejemplo, fueron auténticas manifestaciones en favor de la arbitrariedad humana al exaltar el valor social de la nobleza. Estas, por su importancia estética, subsistieron como obras de arte, en cambio, muchas de las que hoy expresan con sinceridad lo más profundo del dolor humano, tal vez perduren sólo como verdades sociales y nunca logren alcanzar una verdadera dimensión estética.
En contraste con las respuestas socialmente condicionadas, hallamos que la educación del gusto puede facilitar una mayor objetividad en la estimación del valor artístico, es decir, un mejor acercamiento a los valores universales contenidos en el arte, incluso, descubrirlos en el arte popular. Aún así, el gusto permanecerá en la esfera de lo subjetivo y personal, pero con la ventaja de haber alcanzado un mejor nivel de observación. La objetividad en el entendimiento de las formas estéticas se basa en la superación de la mera espontaneidad y contemplación. Una persona cuya sensibilidad logra vencer esta primera etapa, tendrá a su favor el mérito de reconocer el valor de un producto artístico, aunque no le guste.


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