martes, 11 de diciembre de 2018
MÚSICA, CIENCIA Y PODER
Roberto Rue
XIV Jornadas Argentinas de Música Contemporánea e Investigación 2018
Resumen: Para el idealismo filosófico primero
es la conciencia y luego el ser, la materia. Este pensamiento, derivado de la
religión y muy vinculado al poder político y social, logró condicionar el
desarrollo ideológico de la filosofía al extremo que lo subjetivo, valorado por
encima e independientemente de la realidad externa, fuera considerado el único
determinante de la verdad social, incluyendo en esto al arte y la ciencia. Como
consecuencia de la actitud mental de adaptar la realidad a las ideas y no las
ideas a la realidad, en el proceso del conocimiento, aparece en todos los
ámbitos de la actividad humana la creencia en que la convicción subjetiva es suficiente para justificar el ejercicio del
poder, permitiendo así que el autoritarismo cultural se desarrolle amparado
bajo una sensación de total legitimidad.
Palabras clave: ideología - ciencia
- arte - poder.
§
“La mano del hombre no es sólo el órgano del trabajo, también es su
producto”. Con esta reconocida expresión del materialismo dialéctico quedó al
descubierto una nueva perspectiva del trabajo con relación al desarrollo
humano, superando así la postura del materialismo antiguo que solamente hacía
un reconocimiento contemplativo de la realidad, siempre bajo la forma del
objeto, independiente de la actividad sensorial, de la práctica humana.
Con las
propiedades estéticas la situación es similar. Estas no son el resultado de una
contemplación pasiva sino de la acción recíproca entre los estímulos externos y
las leyes que son propias al ámbito subjetivo. El arte es un acuerdo orgánico
entre las condiciones de la materia y la organización inherente a la estructura
de la conciencia, en el marco de la práctica social.
De esta
manera el compositor o el intérprete, a través de la actividad sensorial,
transforman la realidad sonora, y en el mismo proceso transforman el órgano por
el cual esa realidad es aprehendida. Por ejemplo, la disonancia representa para
el oído un mayor esfuerzo que la consonancia, pero cuando éste se acostumbra al
mayor esfuerzo la cualidad del intervalo también se modifica, como se modifica
la cualidad de “pesado” o de “complejo” cuando nos acostumbramos al ejercicio
sistemático de levantar objetos pesados o de reflexionar sobre algún nuevo
problema intelectual.
Por supuesto
que en todos los casos la transformación de un estímulo externo en un hecho de
conciencia implica el transcurso del tiempo, y a veces un tiempo histórico. Es
lo que ocurrió con el temperamento igual. Las limitadas posibilidades técnicas
de la antigüedad no permitieron la compatibilidad física entre la afinación
exacta y la modulación, por lo cual se recurrió al sistema de afinación con
errores mínimos que hoy conocemos. Así es como el oído, a pesar de que siempre
tiende a privilegiar las formas más simples (1), quedó condicionado por esos
desvíos; el nervio auditivo se “transformó” como resultado de las condiciones
externas por la misma razón que bajo condiciones sensoperceptivas extremas
puede llegar a gustar de los sonidos distorsionados.
Los juicios relacionados
con la percepción, tanto individuales como sociales, están igualmente
vinculados con el hábito de la percepción. Un sondeo psicoacústico demostraría,
por ejemplo, que la sensación de disonancia está más extendida en las personas
poco habituadas a escuchar música, que en los músicos, a quienes la práctica
les ha permitido una mayor tolerancia auditiva. También es la practica musical
la que puede explicarnos por qué el tritono, considerado antiguamente como el “diabolus in musica” por la dureza de
su cualidad sensible, se transformó con el tiempo en un “diablo domesticado”
(Hindemith), destino que también compartieron otras situaciones sonoras no
reconocidas inicialmente por el oído.
Si nos
referimos a las transformaciones históricas del fenómeno musical podríamos
decir, siguiendo el pensamiento del materialismo dialéctico, que así como el
hombre al transformar los objetos se transforma a sí mismo, la práctica musical
también fue responsable, en parte, del advenimiento de la estética musical
contemporánea. La adaptación del oído a nuevas situaciones materiales
condiciona los estados subjetivos a nuevos niveles de comprensión, mostrando de
una manera muy clara que el juicio estético no es un factor inmanente a la
conciencia como para que pueda ser explicado por sí mismo, sino que depende de
su relación dialéctica con el mundo objetivo.
Es evidente
que nos estamos acercando a la conocida teoría del reflejo, aquella que en su
expresión más general afirma que la conciencia del hombre no es un hecho
autónomo sino el resultado del modo de ser de la práctica social. Desde el
punto de vista artístico equivale a decir que las propiedades estéticas son a
los objetos externos lo que la conciencia del hombre es al modo de ser social,
al modo de vivir.
Aunque la
teoría fisiológica del “acto reflejo” de Pavlov resulte de un positivismo
difícilmente construido sobre la dialéctica, supera, por lo menos en este
aspecto, la postura de Freud. Este último considera lo psíquico como un
fenómeno aislado, cerrado en sí mismo, autosuficiente, en cambio el sistema de Pavlov, aunque
elemental, es más realista, se basa en el conocimiento de que la realidad
modifica la conciencia tanto como ésta modifica la realidad.
Al nivel
fisiológico la teoría del reflejo tiene lugar cuando una sucesión de estímulos
esenciales, asociado a estímulos secundarios, puede condicionar el reflejo
orgánico a tal punto que, cuando los estímulos esenciales no están presentes,
los secundarios pueden producir por sí mismos ese reflejo. El ejemplo clásico
es el de un animal que ha sido acostumbrado a recibir alimentos mientras
escucha un sonido determinado y que luego, al escuchar el mismo sonido, aunque
el alimento no esté presente, igual tiene secreción salival.
De este hecho
y de los otros citados más arriba se desprende la posibilidad de un automatismo
superior relacionado con la conducta humana. Utilizando los mismos términos del
ejemplo anterior diríamos que los estímulos secundarios, que tienen poca
importancia para la vida, podrían llegar a sobreponerse a los estímulos que son
esenciales, y además, con el riesgo de llegar a convertirse en hereditarios
(Thenon). Esto nos advierte sobre la sutil y peligrosa relación causal que
puede existir entre la forma del desarrollo social y la estructura de la
conciencia; entre el poder oculto detrás del arte y la ciencia y su derivación
hacia las formas estéticas y el pensamiento.
A propósito
del origen del poder Erich Fromm nos dice que, desde el punto de vista
filogenético, la historia del hombre muestra la lucha por su individualidad y
su libertad con relación a los vínculos primarios que lo mantenían en un estado
indiferenciado con el mundo que lo rodeaba, y que esta situación lo expuso - y
aún lo expone - a un permanente estado de contradicción. Por una parte adquiere
mayor independencia y dominio de sí mismo, pero al mismo tiempo se encuentra
ante una mayor soledad e inseguridad; y de no encontrar el modo legítimo de
enfrentar esta situación, termina optando por dos vías extremas de solución: el
autoritarismo o la sumisión.
De acuerdo
con esto, el deseo de poder no tendría como fundamento la fuerza sino la
debilidad. En la sociedad moderna, por ejemplo, es el poder económico o
ideológico quien sustituye la fuerza legítima, mientras que los que se
encuentran en el otro extremo de la misma inseguridad se amparan en el “sentido
común” del hombre masa, en las tradiciones, en el populismo, en la obediencia
incondicional a las costumbres, al Estado, etc.
El factor
económico vinculado a la producción parece ser el instrumento más directo para
determinar la conducta social; y el arte, como un medio de producción, no
escapa a la situación que impone el interés asociado a esa actividad.
En una
sociedad basada en el intercambio de los productos humanos entendidos como
mercancías, la música o la ciencia, no pueden dejar de ser tratadas como tales;
tienen la finalidad de satisfacer necesidades humanas a través de su valor de
uso, su valor práctico y concreto. Sin embargo, cuando la producción solamente
responde al interés del mercado, entonces el valor de uso queda superado por su
valor de cambio o valor simbólico. Esto significa que el arte, como un
producto, no se define por su utilidad concreta, como es el de satisfacer una
necesidad humana, sino por una designación abstracta y generalmente
cuantitativa. Bajo estas condiciones el valor de una obra artística como, por
ejemplo, un cuadro de Picasso, o una sinfonía de Mahler, pueden ser
perfectamente igualadas por una cantidad de estiércol cuyo valor de cambio
resulte similar, aunque su valor concreto, como objeto artístico, sea
inestimable.
Por supuesto
que nadie confunde el valor que tienen estos productos, sin embargo, la
situación que establecen las leyes de producción del mercado actual, aún cuando
se la quiera reducir a la expresión de un intercambio simbólico, condicionan
sutilmente la producción artística a intereses que nada tienen que ver con la
dimensión estética del hombre sino con su capacidad de consumo o con la
formalización de algún mandato social.
En el proceso
natural de producción y consumo se materializa el principio por el cual el
hombre, a través de su trabajo, transforma la realidad para luego transformarse
a sí mismo. La producción, dice Marx, como resultado del trabajo, “no sólo
produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”. Así,
el objeto artístico, como producto humano, se convierte en un estímulo esencial
que condiciona reflejos en la conducta humana y la transforma. El sentido del
oído, por ejemplo, se humaniza, se perfecciona, en la medida en que su objeto
(el sonido) responda a una necesidad humana. Pero en una sociedad basada
solamente en la producción para el cambio,
el producto artístico se convierte en un estímulo secundario que responde más
bien a intereses ocultos detrás del consumo e indiferentes a las necesidades
humanas.
El hábito que
condiciona al animal, como en el experimento de Pavlov, también condiciona al
hombre, y nos alerta seriamente sobre la posibilidad de que el hombre no sea,
en realidad, un animal de costumbre sino que la costumbre lo esté convirtiendo
en un animal; y si se piensa en el consumo diario de una estética indiferente a
las necesidades humanas, resulta fácil advertir que las consecuencias pueden
llegar a ser aún más graves que la simple esclavitud, sobre todo si es verdad
que “la vida imita al arte más de lo que el arte imita a la vida” como lo cree
Oscar Wilde.
De este automatismo
de los reflejos basado en estímulos que no son esenciales para el hombre
resulta el conocido “arte de masas”, es decir, el arte promovido, en principio,
por la dictadura de los productores. El “canto popular”, por ejemplo, nada
tiene que ver con lo que realmente es capaz de hacer un pueblo con su expresión
musical; lo que se ha llamado de esta manera es solamente el reflejo de una
hábil estrategia de los productores que han sabido orientar el gusto popular
hacia un producto de fácil elaboración y gran consumo, optimizando así la ley
del máximo rendimiento económico en detrimento de su calidad. A pesar de esto
el “canto del pueblo” no deja de ser promovido con gran entusiasmo por los
“administradores” del poder social, porque quieren que la masa mantenga vivo el
sentimiento de pertenencia,
fundamento de ese poder y de la ideología que lo sustenta: el nacionalismo.
El factor
económico es, sin duda, un instrumento muy eficaz para ejercer el poder, pero
no está solo; también existe un entorno ideológico que lo preserva y, a veces,
lo supera. Las ideologías pueden llegar a tener un sorprendente grado de
autonomía como para operar sin la preponderancia de lo material como
instrumento, es decir, llegan, hasta cierto punto, a bastarse a sí mismas en esa
finalidad (Sartre). En tal caso son las ideologías quienes deciden sobre las
articulaciones del poder, transformándose frecuentemente en un medio mucho más
cruel que la esclavitud material.
El arte y la
ciencia no son ideologías, denotan una ideología, y aunque deberían ser
consideradas, por su universalidad, el mejor camino para lograr la victoria
sobre las ideologías - sobre esos “sistemas parasitarios que viven al margen
del Saber” - estas actividades se mostraron siempre, aún antes de la aparición
del capital, como instrumentos idóneos para preservar el poder. Esto es lo que
ocurrió con la Iglesia
en la Edad Media
cuyo autoritarismo “teocrático” mantuvo el monopolio de la producción artística
e intelectual, lo que se repite, posteriormente, con los personajes de la
burguesía incipiente y sus propios esquemas de poder. Y aunque a partir del
romanticismo se produce una ruptura casi definitiva con esta situación, bajo el
régimen capitalista el artista o el hombre de ciencia continúan bajo las
presiones que caracterizan al nuevo sistema de relaciones económicas y su
ideología. Aquí la esclavitud no se reduce solamente a las condiciones del
trabajo asalariado que priva al hombre del tiempo necesario para el desarrollo
de sus capacidades, el autoritarismo contemporáneo también abarca aspectos que
comprometen la naturaleza íntima de las relaciones humanas, transformando el
“reino de la libertad” que distinguen al arte y la ciencia en “el reino de la
manipulación social” a través del control de los medios de producción y
difusión en todas sus formas.
El
autoritarismo social o cultural ha tenido siempre como respaldo ideológico una
premisa fundamental del idealismo histórico: primero es la conciencia y luego
el ser social (2); y esto no se trata solamente de una relación causal sino
también de un orden de importancia, de lo cual se deriva la actitud mental de
querer adaptar la realidad a las ideas y no las ideas a la realidad o, dicho
desde la perspectiva del poder social, de creer que la convicción subjetiva es suficiente para justificar el ejercicio
del poder.
Con esta
convicción, a veces sincera e inconsciente, el autoritarismo se instala en la
cultura como un mandato anónimo y se preserva a través del automatismo de la
conducta. Expresiones de este poder se encuentran en el tradicionalismo, el
costumbrismo, el localismo o cualquier humanismo cerrado que asegure al hombre
masa la sensación de pertenencia a una estructura que lo ampara. Recordemos que
el proceso de individuación que sufre el hombre en su evolución es similar a la
ruptura de los vínculos primarios que une a un niño con su madre o a los
miembros de una comunidad primitiva con su clan. La situación de aislamiento e
inseguridad que esto produce articula en el hombre mecanismos de evasión que se
manifiestan como una tendencia compulsiva a la dominación o a la sumisión y que
luego quedan reflejados en todas las actividades que realiza. En estas
condiciones el autoritarismo se desarrolla amparado bajo una sensación de total
legitimidad.
La cultura
argentina tiene mucho para mostrar en este sentido. Con relación a la música se
podría citar, como caso extremo, la música folklórica, tan cara al sentimiento
patriótico de los argentinos y al mismo tiempo tan útil al pensamiento militar
como lo fue, por ejemplo, en la década del 70, cuando el “canto de la tierra”
convenció a muchos inseguros de que el sentimiento de pertenencia era más
importante que la vida o la libertad; perfil social que aún no ha cambiado
porque tampoco ha cambiado el mandato implícito en la cultura argentina.
Lo que se
acaba de decir se relaciona con la voluntad ideológica oculta detrás de la
producción artística, en tanto que la pésima calidad que caracteriza a gran
parte de la música popular, nos habla de la intención económica implícita en su
producción.
A esta
manipulación no escapa la música académica. El conformismo establecido en torno
a los músicos tradicionales hace que se los escuche hasta el cansancio,
mientras se ignora, llegando casi al límite del desprecio, a los compositores
contemporáneos. Los administradores de los bienes sociales responden así al
automatismo impuesto por el poder haciendo de la cultura aquello que se les da a las personas y no lo que se les
exige (el conformismo y no la posibilidad de crear una nueva conciencia
para los valores); es por eso que a través de los medios masivos de difusión
casi nunca nos encontramos con el arte del
pueblo sino con el arte para el
pueblo.
El autoritarismo social tiene por
base el subjetivismo, pero no del sujeto individual, aislado, sino del
subjetivismo social en sus diferentes formas. En el ámbito académico, por
ejemplo, los estudios científicos sobre el arte son sometidos, tanto voluntaria
como involuntariamente, al régimen subjetivista. En el primer caso encontramos
que la mayoría de los proyectos de investigación, como ocurre con la historia
ideológicamente condicionada por el idealismo, subestima, consciente o
inconscientemente, los factores materiales vinculados a la valoración estética.
Se buscan las últimas causas de las formas artísticas en la mente de los
hombres, en la inteligencia, en la imaginación o en la idea que ellos tienen de
la belleza. Se intenta explicar el arte por la conciencia social, por los
gustos o valores ideales de una época o una cultura determinada, ignorando los
factores físicos, fisiológicos y psicológicos que preceden a la conciencia
artística y que también la condicionan. Así es como los investigadores, por
“libre elección”, se mantienen generalmente dentro de una perspectiva historicista
o sociológica, pudiendo describir los
procesos del arte pero sin explicarlos.
En el segundo caso, el mismo régimen
viene impuesto por el perfil ideológico y la ética de los profesionales
encargados de evaluar los proyectos de investigación. Siempre se ha creído que la Universidad es el
lugar donde se encuentran las mejores condiciones para el desarrollo de la
objetividad científica, sin embargo, a nivel nacional, las investigaciones
artísticas deben enfrentarse, generalmente, al subjetivismo histórico y
reaccionario; y lo que es peor aún, esto se presenta en un marco de normalidad
tan convincente, que evade cualquier sospecha. Los proyectos teóricos
relacionados con la historia o la sociológica tienen mayores posibilidades de
ser aceptados, no así los que sustentan una mayor objetividad científica (3).
Por ejemplo, en la
Universidad Nacional de Córdoba, y en el ámbito donde se
desarrolla la actividad musical más importante (4), la musicología se ha
convertido en el criterio dominante, por lo tanto todas las investigaciones son
evaluadas desde esa única perspectiva, y no a través de las otras ciencias que
la música implica; bajo estas condiciones los proyectos terminan siendo
aprobados por simpatía ideológica y no por su objetividad. Además, por la aparente
legitimidad de este proceso, cualquier apelación resulta desestimada (5).
La ideología que sustenta el poder
académico, en lo que a investigación artística se refiere, mantiene el régimen
del subjetivismo científico por las mismas razones que se mantiene el
autoritarismo social (6). El desdoblamiento exagerado de los dos aspectos
naturalmente opuestos en el proceso del conocimiento - por un lado la teoría y
por el otro la práctica - es una repetición de la actitud del poder social de
mantener la superioridad del pensamiento frente a la realidad. Anteriormente
dijimos que el idealismo social es responsable de que la convicción subjetiva
se vea como suficiente para justificar el ejercicio del poder; en el ámbito
académico vuelve a aparecer la misma actitud ideológica, cuando la convicción
subjetiva de que el arte no puede ser sometido a la objetividad científica,
basta para justificar la exclusión de aquellos proyectos que sí creen en esa
objetividad.
Pero ésta no es una iniciativa
absolutamente individual, viene implícitamente respaldada por una legalidad
académica que acepta incondicionalmente el principio de la autoridad formal,
por encima del principio de la razón práctica y concreta; consecuencia, a su
vez, de la ideología subjetiva de la cual venimos hablando, la misma que
permitió en la Edad Media
anteponer el racionalismo teológico a la autoridad científica. No hay mejor
ejemplo en este sentido que el Programa
de Incentivos creado por el Ministerio de Educación en 1993, donde la
categorización que faculta a los docentes para evaluar proyectos de
investigación está basada en la carrera académica y política, y no en los
antecedentes estrictamente científicos (7); siendo por demás evidente que
quienes no están dedicados a la investigación científica, tampoco pueden opinar
sobre ella, menos aún sobre áreas del conocimiento que no les corresponde, como
ocurre en el ámbito de la música, donde la ideología dominante decide sobre el
valor científico de proyectos que son totalmente extraños a su competencia. Semejante
irracionalidad no es casual; denota un orden de intereses por parte del poder
académico, reflejo a su vez, de lo que el Estado piensa sobre el desarrollo de
las ciencias en la
Argentina.
La intención de estimular la
investigación sin crear las condiciones para realizarla, es poner la ciencia en
la misma situación que la libertad de pensamiento en las democracias
totalitarias, donde es concebida sólo de una manera abstracta, es decir, todas
las ideas son posibles, mientras no tratemos de ejercerlas.
En la Universidad se sabe,
de manera fehaciente, que la docencia no siempre implica la investigación
científica y que la formación de un investigador no es un hecho espontáneo, no
obstante, se promueve la investigación colocando la autoridad formal por encima
de la autoridad científica. Nos volvemos a encontrar con el abismo intencional
que desde hace mucho tiempo existe entre el conocimiento formal, teórico y la
práctica científica. Sin dudas, el futuro de esta iniciativa académica no será
diferente a la de obtener una ciencia sin objetividad.
En lo que al arte se refiere, al
considerarlo un producto puro de la imaginación, independiente del mundo
físico, todos los intentos sinceros de formalizar una metodología de
investigación artística terminan siempre fracasando porque “no existe la
ciencia de lo subjetivo” (Goethe). A pesar de esto, y en el desesperado intento
por lograr una ciencia del arte, se ha recurrido al método del idealismo
histórico, para terminar con un simple rescate y clasificación de las obras de
arte, al mejor estilo de la arqueología que solamente sirve para llenar museos.
La finalidad del conocimiento
científico no es el conocimiento mismo, sino la realidad del mundo exterior. La
ciencia tiene que ver con el conocimiento de las leyes que rigen el mundo
objetivo y esto incluye al arte, aún cuando éste dependa, en gran parte, de la
imaginación. Se sabe que el arte es una superestructura que no se ajusta
estrictamente al condicionamiento histórico y social, lo cual nos está
indicando la presencia de leyes cuya generalidad puede ser estudiada
científicamente. El arte, por ejemplo, no puede existir sin la materia y esto
ya nos obliga a suponer leyes objetivas y, por estar relacionado con las
sensaciones, nos remite igualmente a las leyes que articulan la estructura de
la conciencia al momento de percibirlo.
La musicología, en cambio, se ha
convertido en una rama de la historia, y no precisamente de la historia que,
como ciencia, busca establecer leyes generales. Al no reconocer la intervención
de causas materiales en la forma de nuestra experiencia sensible, es decir, al
creer que las sensaciones son el único fundamento del valor artístico, reduce
el estudio de la música a la simple observación de los cambios que se producen
entre diferentes épocas y lugares. Así, lo que pretende ser una ciencia de la
música, se transforma en una crónica de los acontecimientos vinculados a su
desarrollo, logrando, en el mejor de los casos, una buena descripción pero no
una explicación científica del fenómeno en sí mismo.
Una modalidad reduccionista similar
aparece cuando el gusto es tratado como algo incuestionable, es decir, cuando
creemos que algo es bueno solamente porque nos gusta a nosotros, reflejo de la
dictadura de los productores que se transforma ahora en la dictadura de los
consumidores, situación en la que “el hombre masa impone su mediocridad” (8).
La misma confusión se presenta con la verdad al creer que algo es verdadero
sólo porque nosotros estamos convencidos de ello, como si la realidad dependiera
de nuestros pensamientos.
Con esto no se pone en duda la
sinceridad de los gustos y convicciones personales, pero nos advierte que el
autoritarismo cultural puede condicionar la reflexión de la conciencia hasta el
punto de lograr que ellos no coincidan con las necesidades humanas, y muchas
veces, que se les opongan.
Parafraseando
a Schoenberg podríamos decir que el gusto es un reflejo estéril que no crea
nada, pero en cambio nos hace creer que la verdad estética es una invención
personal e indiscutible. Sensibilidad y pensamientos, así condicionados, sólo
favorecen el desarrollo del autoritarismo cultural llegando al límite de su
contradicción al permitir que las obras o los valores más disímiles “coexistan
pacíficamente en la indiferencia” (Marcuse). Nadie ignora hoy, por ejemplo, que
la música contemporánea, y de un modo muy particular la música electroacústica,
ofrece “fácil refugio a quienes nada propio ni substancial tienen que decir”
(Worringer); igualmente, sobre la base de una equivocada interpretación de lo
que es el respeto y la igualdad social, la misma tolerancia ha servido para
preservar las ideas dominantes.
En la Edad Media la
naturaleza de Dios era un misterio sagrado, y como tal, incuestionable, con lo
que se pretendía asegurar la infalibilidad del mandato social ejercido por la Iglesia. Hoy , el
idealismo en la cultura, pone el concepto de belleza o verdad en la misma
situación, con lo cual la elección y el consumo, por arbitrarios que resulten,
quedan siempre protegidos. En tal circunstancia resulta muy difícil convencer a
alguien de que la verdad estética es
al mismo tiempo una verdad material,
un producto social ligado a ciertas funciones del sistema nervioso; razón por
lo que tampoco se acepta, por ejemplo, que la armonía musical pueda ser
considerada dentro de las ciencias exactas o que la matemática, como
representación simbólica de la realidad, pueda ser aceptada como una rama del
arte; en cambio, es muy frecuente la creencia en que el arte es un producto de
la “inspiración”, y por lo tanto, algo absolutamente incondicionado y autónomo;
vestigios de lo que Feuerbach llamaría “la teología convertida en arte”.
El abismo que
se ha creado intencionalmente entre el hombre y Dios (9) se repite después, al
nivel social, entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, entre el arte y
la ciencia, entre la práctica y la teoría, como si la naturaleza del hombre que
hace fuera distinta a la del hombre
que piensa. Esto también es
consecuencia del poder social ya que quiere mantener el pensamiento en el
terreno de lo subjetivo, de la teoría, alejándolo así de su confirmación
material.
Todas las
teorías, sin excepción, resultan verdaderas si se las aísla suficientemente del
contexto del que se originan y al que se refieren (Wilden); sin embargo, el
problema de la verdad científica no es un problema teórico sino práctico, es
decir, se debe demostrar que está vinculada con la realidad (Marx).
No obstante,
el autoritarismo social intenta hacernos creer que las ideas determinan la
realidad y no al revés porque de esta manera se asegura la legitimidad de las
razones que inventa como, por ejemplo, el “arte popular”, oponiéndose en cambio
al análisis objetivo de las necesidades estéticas, con lo cual se vería
seriamente comprometida su “cadena de mando”. El poder prefiere que el arte sea
entendido como un hecho puramente contemplativo, irreductible a ciencia, y no
como una vía de conocimiento y transformación de la realidad. Goethe supo decir
que todas las épocas reaccionarias fueron subjetivas, lo cual reafirma la idea
de que toda violencia organizada desde el poder quiere conservar las ventajas
del convencionalismo establecido.
Ahora bien, a
esta dictadura no queda otra alternativa que oponerle una “dictadura educativa”
que obligue a descubrir los estímulos esenciales y combatir al mismo tiempo
aquellos que subsisten solamente por un automatismo de la conciencia. Es la
única manera de romper de una vez por todas con la tiranía de la opinión
pública y del autoritarismo superior del cual es su reflejo. Ambas son
perversiones ideológicas originadas en la inseguridad y condenan la conciencia
a una dialéctica viciosa que se mueve sólo entre el mando y la obediencia,
indiferentes a cualquier idea relacionada con el progreso, es decir, con el
dominio concreto y objetivo de la realidad; razón, por otra parte, de que el
arte o la ciencia aparezcan generalmente oponiéndose a la historia o a las
costumbres. Ambas actividades - el arte y la ciencia - tienen sus propias
leyes, y aunque establecen una relación dialéctica con la historia y la
práctica social, no se confunden con ellas porque no obedecen al gusto o al
poder de una época.
La educación
del gusto, como bien lo saben los que están comprometidos con la práctica
musical, es proporcional a la información que el oído tiene sobre las
posibilidades materiales del sonido, aspecto que puede compararse con el
progreso de la verdad intelectual, que depende del nivel de objetividad o
generalidad alcanzado. Sin embargo, la sensibilidad y el pensamiento relacionados
con la actividad musical no parecen seguir este camino de manera uniforme. La
música y su ciencia repiten la actitud de la filosofía en el sentido que lo
indica Feuerbach, es decir, siguen obedeciendo al mandato del racionalismo
teológico, donde la belleza y la verdad, como atributos, dependen del poder de
Dios o del poder del espíritu humano. La situación en ambos casos es la misma:
las cosas se rigen según el entendimiento y no el entendimiento según las
cosas, convirtiendo la realidad en una pura invención del espíritu, de la misma
manera que lo hace el gusto con relación a la verdad estética o la convicción
personal con relación a la verdad científica cuando, en realidad, “la certeza
de que algo es verdadero está en verificar que no existe solamente en el
pensamiento”. Y con esta afirmación no se pretende ignorar el valor de lo
subjetivo, solamente se advierte sobre el abuso histórico de las “ideas puras”
y lo peligroso que resulta creer en la autonomía absoluta de la conciencia. Por
este medio el poder justifica su acción, y nosotros, si somos admiradores
incondicionales del valor de las ideas estéticas o científicas podemos
convertirnos, sin saberlo, en cómplices involuntarios de ese poder.
A propósito
de esto último convendría recordar las palabras de Jean-Paul Sartre en el
prefacio a Los Condenados de la Tierra de Frantz Fanon,
citado a su vez por Herbert Marcuse en un ensayo que trata sobre otro de los
aspectos en el que se articula el poder titulado Crítica de la
Tolerancia Pura que dice: “Comprended finalmente esto: si
la violencia ha comenzado esta tarde, si la explotación y la opresión jamás han
existido sobre la tierra, quizá la no violencia pregonada puede apaciguar la
querella. Pero si el régimen en conjunto y hasta vuestros pensamientos no
violentos están condicionados por una opresión milenaria, vuestra pasividad
sólo sirve para colocaros al lado de los opresores”.
Notas
(1)
Los intervalos
naturales, por ejemplo.
(2)
El idealismo
filosófico considera que primero es la conciencia y luego el ser, la materia.
El origen de este pensamiento está en la creencia religiosa de que el Verbo
(Logos = razón, inteligencia, Dios) ha creado el Universo.
(3) Investigaciones que incluyen otras ciencias más
desarrolladas tales como acústica, matemáticas, psicología, teoría de la
información, cibernética, etc.
(4) Departamento de Música de la Escuela de Artes, Facultad
de Filosofía y Humanidades.
(5) En
la dictadura militar de los años 70 se había intentado formalizar una cultura
con la exclusión de algunas ciencias. En el ámbito académico aún perduran los
ecos de esa misma iniciativa.
(6) Este poder no se limita a la investigación, por las
motivaciones ideológicas que tiene, influye también en la distribución de las
oportunidades académicas relacionadas con la enseñanza artística.
(7) De
acuerdo a las pautas de evaluación de este Programa, A. Einstein, de ser
posible, tendría la categoría II, mientras que un rector universitario, sin
antecedentes en la investigación, puede tener la categoría I (cita del Dr.
Sanllorenti, Sec. Adj. Conadu. 2005).
(8) La Rebelión
de las Masas. Ortega y Gasset.
(9) La
idea original del cristianismo fue el
hombre se hace Dios. Sus seguidores la transformaron después en Dios se hace hombre (Fromm). Es muy
clara la intención que tiene el autoritarismo social al imponer la idea de que
el hombre no se puede convertir en Dios.
Bibliografía
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martes, 20 de febrero de 2018
INVESTIGACIÓN ARTÍSTICA E IDEOLOGÍA
XIII Jornadas Argentinas de Música Contemporánea e Investigación 2017 organizadas por CORAT
Resumen: La verdad que encierra el
materialismo histórico, aún se mantiene a pesar del transcurso del tiempo, pero
como ya no es una novedad, la ideología subjetivista y reaccionaria sigue
ejerciendo el poder amparada bajo una total indiferencia. El idealismo
histórico ignoró las causas materiales que determinan la forma del desarrollo
social. Hoy, el idealismo estético repite el mismo error con respecto a la
forma de nuestra experiencia sensible; y así como el idealismo subjetivo sirvió
para condicionar históricamente el poder político y social, la misma ideología
hace lo propio con el poder académico, en lo que a investigación artística se
refiere.
§
El idealismo filosófico establece una relación causal entre la conciencia y el ser; es decir, considera que primero es la conciencia y luego el
ser, la materia. El origen de este pensamiento se encuentra en la creencia
religiosa de que la conciencia, Dios, a través de su Palabra[2],
creó el universo. Así lo expresan los primeros versículos del evangelio de
Juan: “En el principio era el Verbo (y) todas las cosas por medio de él fueron
hechas”.
Muchos sistemas filosóficos de Oriente fueron al mismo tiempo formas de
creencias religiosas basadas en esta premisa y, dado que precedieron al
desarrollo general de la filosofía, y que el interés político y social
relacionado con la religión fue tan importante, lograron condicionar
ideológicamente ese desarrollo, influyendo también en otros aspectos esenciales
de la actividad humana.
Las corrientes filosóficas idealistas estuvieron siempre estrecha- mente
vinculadas con la religión, su cosmología y su interpretación de la realidad.
En la antigüedad, entre los filósofos griegos podemos mencionar, por ejemplo, a
Protágoras quien consideraba que el hombre era la medida de todas las cosas,
por lo que su conciencia se convertía en la productora de los contenidos
objetivos. Aristipo y los cirenaicos, al afirmar que no existía la realidad
externa al hombre, concluían que no se puede alcanzar mediante el conocimiento
ninguna realidad aparte de la impresión; decían “experimentamos la impresión de
blanco o dulce, pero no podemos afirmar que la causa de esta impresión es
blanca o dulce”. La secta de los pitagóricos, lejos de conceder a los números
el justo nivel de abstracción, se los confundía con la esencia de las cosas,
continuando con la tendencia de las religiones de atribuirles un significado
místico. Esta secta no fue solamente un movimiento intelectual, también fue
religioso, moral y político. Platón, por su parte, menosprecia la experiencia
como origen del conocimiento frente a la reflexión puramente conceptual;
asimismo su teoría sobre las ideas, cargada de misticismo, tuvo gran influencia
sobre el cristianismo y las filosofías posteriores, “habiendo contribuido,
sobre todo, a que la religión fuera la organización de lo racional” (Hegel). En
los tiempos modernos encontramos al obispo Berkeley, cuya filosofía se basa en
que “ser es ser percibido”, es decir, la realidad existe porque alguien - el
hombre o Dios - la está pensando. Hegel, a pesar de haber mostrado algunos
signos de materialismo, siguió con el apoyo a la doctrina teológica, al
considerar que la naturaleza, la realidad, es puesta por la “idea”; pensamiento consecuente con la “expresión racional de la doctrina teológica de que
la naturaleza es creada por Dios”.
Los contenidos religiosos de la filosofía continuaron, aunque con
matices diferentes, hasta llegar a formalizar sistemas especulativos muy
complejos, a los que Feuerbach calificó de “teísmo racionalizado” o, para
decirlo de una manera más clara, un intento desesperado por preservar la
religión, y sobre todo, su esquema de poder.
Paralelamente se desarrollaron las ideas materialistas, aquellas que
sostenían que primero era la materia y luego la conciencia, y que estuvieron
íntimamente relacionadas con los primeros investigadores de la naturaleza. La
primera corriente materialista se encuentra en los antiguos filósofos griegos
de la escuela Jónica, que consideraban a la materia como el fundamento del ser.
Zenón, fundador del estoicismo, al hablar de la representación como fundamento
del conocimiento dice de ella “impresa en el alma, procedente de un objeto
real, concorde con ese objeto, y tal que no existiría si no viniese de un
objeto real”. Consideraban los estoicos que la razón, puesto que obra, es un
cuerpo; y la cosa que sufre su acción, es también un cuerpo, y se llama
materia. Pensamientos materialistas un poco más desarrollados los hallamos
después en Demócrito, quien expuso la idea del átomo como unidad material del
universo y Epicuro, que continúa con estas ideas y otras muy similares a las de
los jónicos.
En la Edad Media,
Spinoza desarrolla ideas materialistas. En Francia, Descartes, al separar la
física de la metafísica, considera la materia como el origen del Ser y del
conocimiento. En el período previo a la Revolución Francesa
surgen filósofos como Diderot, Elvecio y Holbach, en la misma línea de pensamiento,
basada en la naturaleza y en el mundo exterior.
En Inglaterra, Bacon, sostiene la necesidad de reemplazar la
especulación sobre la naturaleza, por la investigación científica. Hobbes, que
se inspira en la doctrina de Bacon, afirma que la propiedad de los cuerpos o la
materia es la de existir exterior e independientemente de la conciencia y,
posteriormente, Locke deduce de lo anterior que el conocimiento no se debe a
“ideas innatas” en la mente de los hombres, sino a la acción de los objetos
materiales sobre los órganos de los sentidos; el conocimiento es, según Locke,
producto de la experiencia sensorial.
En el siglo XIX, en Alemania, la misma causa fue defendida por
Feuerbach, influyendo en Marx y Engels
quienes, a su vez, elaboraron la teoría más completa sobre el materialismo,
extendiéndola a las ciencias sociales, donde el idealismo se mostraba
totalmente insuficiente como método de investigación.
Este último resultado, fruto de un largo debate entre las dos
principales corrientes filosóficas, es el que nos permite, hoy, abrir la
posibilidad de referirnos a la investigación científica del arte y conocer, al
mismo tiempo, cuáles son las connotaciones ideológicas implicadas en esta
realidad.
El idealismo, al creer que la
conciencia precede al ser, deduce que las ciencias sociales deben consagrarse
al estudio de la conciencia social, es decir, deben estudiar las ideas, las
opiniones, los pensamientos de los hombres para poder conocer las causas que
determinan las transformaciones sociales. Sin embargo, sabemos que la sociedad
también está condicionada por factores materiales. A propósito de esto, nos
dice Engels, “los hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus
pensamientos, en vez de buscar esta explicación en sus necesidades”. Esta verdad
tan elemental nos coloca, inevitablemente, en el punto de vista del
materialismo.
La concepción idealista de la historia ha subestimado la base real sobre
la cual tiene lugar el desarrollo social; ha considerado que las condiciones
materiales, las fuerzas naturales, son algo meramente accesorio, algo separado
de la vida real. Esto hizo que la historia se escribiera excluyendo la relación
del hombre con la naturaleza, produciendo así la antítesis de naturaleza e
historia.
El extraordinario progreso de las ciencias naturales a mediados del
siglo XIX, y por lo que la experimentación científica implicaba con respecto a
la realidad del mundo objetivo, obligó a que muchos de los sistemas filosóficos
idealistas comenzaran a mostrarse independientes de la religión y más cerca de
la ciencia, no obstante, la interpretación de la realidad, en el fondo, no se
diferenciaba demasiado del concepto original impuesto por la religión, es
decir, se mantenía el divorcio entre el pensamiento y la realidad; entre la
teoría y la práctica. Aún hoy, a pesar del extraordinario progreso de la
ciencia y la advertencia de la filosofía con respecto al avance del
subjetivismo, la situación no ha cambiado totalmente.
Ahora bien, el hecho de que la religión condicionara la forma del pensamiento
filosófico, no excluye las otras razones por las cuales el pensamiento
idealista existe. La posibilidad gnoseológica del idealismo se encuentra ya en
la primera abstracción elemental: el objeto y el concepto del objeto (un hombre
en particular y “hombre” en general). Luego, si la abstracción y la
generalización, como partes del proceso natural del conocimiento, se alejan
demasiado de la imagen del mundo real, pueden entrar en contradicción con la
percepción sensible. El progreso gradual de lo sensible a lo lógico, de lo
concreto a lo abstracto, puede crear la ilusión que el pensamiento abstracto
está divorciado de los datos sensibles, negando de esta manera el mundo
material. Así es como el idealismo, al exagerar el valor de lo subjetivo, logra
convertirlo en algo superior e independiente del mundo material. Igualmente, a
partir de una visión históricamente condicionada, junto a los procesos
naturales del conocimiento, es como se puede llegar a una concepción idealista
del arte. Cuando el hombre exagera la capacidad creadora de la percepción es
fácil que llegue a la conclusión que el mundo no es otra cosa que su propia
representación organizada, y que aquello que no le pertenece (lo objetivo, la
materia) es sólo una abstracción, una trascendente “cosa en sí” (Kant). De esta
manera el mundo ideal del arte se separa y se opone al mundo sensible; por esta
vía de razonamiento se puede llegar a creer que el pensamiento o el espíritu
constituyen el único fundamento del arte, por encima e independiente del mundo
material.
La introducción anterior, aunque muy abreviada, ha tenido la intención
de señalar que el arte, como un producto social, no escapa a las consecuencias
del idealismo histórico y gnoseológico. Esta es una verdad ya reconocida y sus
consecuencias van mucho más allá de lo que es posible mostrar aquí. De todos
modos, por ahora, no nos interesa ir más lejos, y tampoco es necesario; nos
basta con saber que el idealismo antepone la conciencia a la materia, no sólo
en el orden causal sino también en el orden de importancia, y que las
derivaciones ideológicas de semejante actitud se relacionan, directa o
indirectamente, con las diferentes formas del poder social.
Así es como el “abismo” que
existe entre el hombre y Dios, desde la perspectiva de la religión, se traslada
después a los diferentes niveles de la actividad social, como estados
irreconciliables. Es lo que ocurre entre el trabajo manual y el trabajo
intelectual, entre el arte y la ciencia, entre la sensación y el pensamiento,
entre la materia y la conciencia, como si todos ellos no fueran parte de un
mismo proceso. Sin embargo, quienes detentan el poder social siempre han estado
interesados en conservar ese abismo, y mantener la realidad del lado subjetivo,
de la teoría, de lo abstracto, para justificar el predominio de la voluntad
personal o clasista y evitar, al mismo tiempo, la confirmación práctica y
concreta de semejante definición. Ellos saben que todas las teorías resultan
verdaderas, sin excepción, si se las mantiene aisladas del contexto del que se
originan y al que se refieren (Wilden); sin embargo, la verdad social como la
verdad científica no es un problema teórico sino práctico, es decir, debe
demostrar que está vinculada con la realidad (Marx).
El arte no es ajeno a la situación que impone el idealismo histórico;
hereda de la filosofía la actitud de ignorar las condiciones materiales que
determinan la forma de nuestra experiencia sensible, permitiendo así una nueva
antítesis, la de naturaleza y arte. La concepción idealista de la historia del
arte solamente ve productos puros de la imaginación humana, pensamientos,
ideas. No logra darse cuenta de que aquello que está viendo son las “formas de
los motivos reales”; es decir, no logra captar las causas materiales que
intervienen en el desarrollo de la experiencia estética.
Ya el concepto de inspiración,
en su versión más espontánea e ingenua, soporta una gran carga de significación
teológica: Dios creó el universo; y el hombre, hecho a su imagen y semejanza,
hereda por el don de la
Palabra (Logos) la capacidad creadora, cuya máxima expresión
es el arte. Aún las opiniones más avanzadas con respecto a la actividad
artística, no abandonan totalmente esta idea. Así como en el mundo de los
fenómenos el concepto de casualidad
encubre la ignorancia con respecto a ciertas leyes objetivas, en el mundo del
arte los idealistas adjudican las transformaciones estéticas a las misteriosas
razones de la “cultura”, tanto como el hombre primitivo encontraba en Dios la
causa de su propio destino. De la misma manera se llega a creer que el trabajo
artístico, por ser esencialmente individual y estar íntimamente comprometido
con el “misterioso mundo de la imaginación”, no puede ser sometido al análisis
científico.
El idealismo filosófico no sólo antepone la conciencia a la materia,
sino que además niega que la materia pueda existir independientemente del
sujeto que piensa, por lo cual considera que la objetividad del conocimiento es
imposible. Para el idealismo subjetivo sólo existen las sensaciones, la única
realidad posible de conocer y límite absoluto para el conocimiento humano.
Ahora bien, al no reconocer la existencia de los objetos independientemente del
sujeto, el idealismo filosófico confunde los objetos con las sensaciones
(Lenin); y el idealismo estético repite el mismo error al considerar que las
sensaciones son el único fundamento del fenómeno artístico. Es así como los
investigadores del arte terminan pareciéndose bastante a los escolásticos de la Edad Media, quienes se
resistían al estudio de la naturaleza y, en cambio, se consagraban al estudio
de las formas del pensamiento. Por esta vía de razonamiento se termina
mostrando a la ciencia del arte como una rama de la historia o de la
sociología, donde el valor estético aparece como el resultado de un hecho
contemplativo o de la práctica social, independiente de las condiciones
materiales.
Aunque las propiedades estéticas de los objetos tienen mucho que ver con
la práctica social e histórica, no se puede deducir que ellas reflejen únicamente las relaciones sociales;
también reflejan la naturaleza, que es anterior a la sociedad. Por esta razón,
las propiedades estéticas no pueden ser consideradas al margen de las
propiedades naturales (físicas, fisiológicas, psicológicas); éstas involucran
leyes objetivas e independientes del pensamiento y pueden, a su vez,
condicionar la forma de nuestra experiencia sensible.
El idealismo subjetivo, en cambio, al no admitir la intervención de
causas materiales en la forma de nuestra experiencia sensible, le quita al arte
la posibilidad ser evaluado científicamente. De esta manera es como la
investigación del arte se reduce a su historia, a una concepción idealista de
la historia, donde las condiciones materiales no se tienen en cuenta. La
musicología constituye, quizás, el mejor ejemplo en este sentido.
Aunque la música tiene todas las posibilidades de ser analizada
científicamente, por el grado de matematización a la que puede ser sometida,
incluyendo en esto a la psicología y otras ciencias más desarrolladas, la
musicología se ha convertido en una rama de la historia y por la carga de
subjetividad que presupone, ha llegado a convertirse, rápidamente, en la
ideología dominante y, por lo mismo, excluyente.
La generalidad de la ciencia es objetiva, lo que significa que la
precisión de una misma ley puede ser verificada en todos los casos
particulares. Pero al ignorar los factores materiales que determinan el
desarrollo social, lo general en la historia termina siendo subjetivo, es
decir, su generalidad descansa en la imposibilidad de determinar las causas
objetivas de su transformación. La ciencia, además, se refiere a lo que ocurre
siempre, mientras que la historia, considerada independientemente de los
factores materiales, se refiere a lo que no volverá a ocurrir jamás.
En cambio, si se acepta que la forma del desarrollo social también
depende de las condiciones materiales, ya sea por una relación causal o por su
importancia, entonces la historia puede ser estudiada científicamente, es
decir, sus transformaciones pueden ser referidas a causas objetivas y no
solamente a las ideas o la conciencia social. Igualmente, si se reconoce que la
sensibilidad humana está materialmente condicionada - porque las sensaciones no
pueden existir sin los objetos externos que las producen - entonces el arte
puede comenzar a ser tratado científicamente.
Al iniciar este artículo, dijimos que el interés político y social
relacionado con la religión fue tan importante que logró condicionar el
desarrollo ideológico de la filosofía; y no lo hizo solamente con la
interpretación de la realidad como secundaria con respecto al pensamiento, sino
que, además, logró que el pensamiento, valorado por encima e independientemente
de la realidad, fuera considerado el único determinante del poder político y
social.
Gracias a que el pensamiento se sigue considerando como la única causa
de las transformaciones sociales, independiente de las necesidades reales y
concretas, las actitudes reaccionarias mantienen su vigencia[3].
De la actitud mental de querer adaptar la realidad a las ideas y no las ideas a
la realidad se desprende, inexorablemente, la premisa ideológica que la convicción subjetiva es suficiente para
justificar el ejercicio del poder. De la creencia en la autonomía absoluta de
la conciencia, en que la experiencia personal es autosuficiente, en definitiva,
en que la verdad es totalmente subjetiva, se logra, a veces sincera e
inconscientemente, que el autoritarismo se instale en el arte y la ciencia de
una manera totalmente legítima.
El poder económico ha sido siempre el instrumento más eficaz para
ejercer el control social, y las ideas dominantes no fueron otra cosa que la
expresión ideal de esa situación material dominante. Pero las ideologías, una
vez establecidas, pueden bastarse a sí mismas como instrumento de poder. Así es
como la ideología, sutilmente oculta en la moral, las creencias, las costumbres
y aún en la formas “lógicas” de razonar[4],
ha penetrado en todos los ámbitos sociales, haciéndose muy difícil
individualizarla y conocer su verdadero origen. Esto afecta de una manera muy
particular a las artes y las ciencias, actividades que siempre han sido
instrumentos muy eficaces para ejercer el poder, aún antes de la aparición del
capital.
El autoritarismo social tiene por base el subjetivismo, pero no del sujeto
individual, aislado, sino del subjetivismo social en sus diferentes formas. En
el ámbito académico, por ejemplo, los estudios científicos sobre el arte son
sometidos, tanto voluntaria como involuntariamente, al régimen subjetivista. En
el primer caso encontramos que la mayoría de los proyectos de investigación,
como ocurre con la historia ideológicamente condicionada por el idealismo,
subestima, consciente o inconscientemente, los factores materiales vinculados a
la valoración estética. Se buscan las últimas causas de las formas artísticas
en la mente de los hombres, en la inteligencia, en la imaginación o en la idea
que ellos tienen de la belleza. Se intenta explicar el arte por la conciencia
social, por los gustos o valores ideales de una época o una cultura
determinada, ignorando los factores físicos, fisiológicos y psicológicos que
preceden a la conciencia artística y que también la condicionan. Así es como
los investigadores, por “libre elección”, se mantienen generalmente dentro de
una perspectiva historicista o sociológica, pudiendo describir los procesos del arte pero sin explicarlos.
En el segundo caso, el mismo régimen viene impuesto por el perfil
ideológico y la ética de los profesionales encargados de evaluar los proyectos
de investigación. Siempre se ha creído que la Universidad es el
lugar donde se encuentran las mejores condiciones para el desarrollo de la
objetividad científica, sin embargo, a nivel nacional, las investigaciones
artísticas deben enfrentarse, generalmente, al subjetivismo histórico y
reaccionario; y lo que es peor aún, esto se presenta en un marco de legalidad
tan convincente, que evade cualquier sospecha. Los proyectos teóricos
relacionados con la historia o la sociológica tienen mayores posibilidades de
ser aceptados, no así los que sustentan una mayor objetividad científica[5].
Por ejemplo, en la
Universidad Nacional de Córdoba, y en el ámbito donde se
desarrolla la actividad musical más importante[6],
la musicología se ha convertido en el criterio dominante, por lo tanto todas
las investigaciones son evaluadas desde esa única perspectiva, y no a través de
las otras ciencias que la música implica; bajo estas condiciones los proyectos
terminan siendo aprobados por simpatía ideológica y no por su objetividad.
Además, por la aparente legitimidad de este proceso, cualquier apelación
resulta desestimada[7].
La ideología que sustenta el poder académico, en lo que a investigación
artística se refiere, mantiene el régimen del subjetivismo científico por las
mismas razones que se mantiene el autoritarismo social[8].
El desdoblamiento exagerado de los dos aspectos natural- mente opuestos en el
proceso del conocimiento - por un lado la teoría y por el otro la práctica - es
una repetición de la actitud del poder social de mantener la superioridad del
pensamiento frente a la realidad. Anteriormente dijimos que el idealismo social
es responsable de que la convicción subjetiva se vea como suficiente para
justificar el ejercicio del poder; en el ámbito académico vuelve a aparecer la
misma actitud ideológica, cuando la convicción subjetiva de que el arte no
puede ser sometido a la objetividad científica, basta para justificar la
exclusión de aquellos proyectos que sí creen en esa objetividad.
Pero ésta no es una iniciativa absolutamente individual, viene
implícitamente respaldada por una legalidad académica que acepta
incondicionalmente el principio de la autoridad formal, por encima del
principio de la razón práctica y concreta; consecuencia, a su vez, de la
ideología subjetiva de la cual venimos hablando, la misma que permitió en la Edad Media anteponer el
racionalismo teológico a la autoridad científica. No hay mejor ejemplo en este
sentido que el Programa de Incentivos
creado por el Ministerio de Educación en 1993, donde la categorización que
faculta a los docentes para evaluar proyectos de investigación está basada en
la carrera académica y política, y no en los antecedentes estrictamente
científicos[9];
siendo por demás evidente que quienes no están dedicados a la investigación
científica, tampoco pueden opinar sobre ella, menos aún sobre áreas del
conocimiento que no les corresponde, como ocurre en el ámbito de la música,
donde la ideología dominante decide sobre el valor científico de proyectos que
son totalmente extraños a su competencia. Semejante irracionalidad no es
casual; denota un orden de intereses por parte del poder académico, reflejo a
su vez, de lo que el Estado piensa sobre el desarrollo de las ciencias en la Argentina.
La intención de estimular la investigación sin crear las condiciones
para realizarla, es poner la ciencia en la misma situación que la libertad de
pensamiento en las democracias totalitarias, donde es concebida sólo de una
manera abstracta, es decir, todas las ideas son posibles, mientras no tratemos
de ejercerlas.
En la Universidad
se sabe, de manera fehaciente, que la docencia no siempre implica la
investigación científica y que la formación de un investigador no es un hecho
espontáneo, no obstante, se promueve la investigación colocando la autoridad
formal por encima de la autoridad científica. Nos volvemos a encontrar con el
abismo intencional que desde hace mucho tiempo existe entre el conocimiento
formal, teórico y la práctica científica. Sin dudas, el futuro de esta
iniciativa académica no será diferente a la de obtener una ciencia sin
objetividad.
En lo que al arte se refiere, al considerarlo un producto puro de la
imaginación, independiente del mundo físico, todos los intentos sinceros de
formalizar una metodología de investigación artística terminan siempre fracasando
porque “no existe la ciencia de lo subjetivo” (Goethe). A pesar de esto, y en
el desesperado intento por lograr una ciencia del arte, se ha recurrido al
método del idealismo histórico, para terminar con un simple rescate y
clasificación de las obras de arte, al mejor estilo de la arqueología que
solamente sirve para llenar museos.
La finalidad del conocimiento científico no es el conocimiento mismo,
sino la realidad del mundo exterior. La ciencia tiene que ver con el
conocimiento de las leyes que rigen el mundo objetivo y esto incluye al arte,
aún cuando éste dependa, en gran parte, de la imaginación. Se sabe que el arte
es una superestructura que no se ajusta estrictamente al condicionamiento
histórico y social, lo cual nos está indicando la presencia de leyes cuya
generalidad puede ser estudiada científicamente. El arte, por ejemplo, no puede
existir sin la materia y esto ya nos obliga a suponer leyes objetivas y, por
estar relacionado con las sensaciones, nos remite igualmente a las leyes que
articulan la estructura de la conciencia al momento de percibirlo.
Por supuesto, el arte, como lo dijimos al principio, no es todo
naturalidad; los factores sociales también inciden en su desarrollo formal.
Pero la práctica social no determina las leyes del mundo objetivo; por el
contrario, la práctica social, para ser efectiva, debe ajustarse a esas leyes.
Esto significa que los factores sociales que condicionan el arte también
suponen leyes objetivas, con lo cual se anulan, aún en este caso, las
arbitrariedades de las ideologías que quieren reducir la naturaleza del arte a
un puro condicionamiento social.
Como conclusión, un pequeño párrafo tomado del artículo Tolerancia Represiva de Herbert Marcuse,
que dice: “En un mundo en el cual las facultades y necesidades humanas son
oprimidas o pervertidas, el pensamiento autónomo conduce a un “mundo
pervertido” que es contradicción y contraimagen del mundo estable de la
represión. Y esta contradicción no es simplemente expresada, no es simplemente
el producto de confuso pensamiento o fantasía, sino que es el desarrollo lógico
de lo dado, el mundo existente. En la medida que este desarrollo es, de hecho,
impedido por el peso aplastante de una sociedad represiva y la necesidad de
ganarse la vida en ella, la represión invade el mismo mundo académico aún antes
de que se establezca cualquier limitación en la libertad académica. La previa
dominación de la mente vicia la imparcialidad y la objetividad, y salvo que el
intelectual aprenda a pensar en el sentido opuesto, se sentirá inclinado a
interpretar los hechos de acuerdo con el sistema de valores dominante. La
actividad académica, es decir, la adquisición y comunicación del saber, excluye
la purificación y el aislamiento de los hechos del contexto de la verdad
completa. Una parte esencial de esta última es el reconocimiento de la
espantosa medida en que la historia fue hecha y expuesta por y para los
vencedores, esto es, la medida en que la historia fue la relación de la
opresión. Y esta opresión está en los mismos hechos que recoge (...) Tratar las
grandes cruzadas contra la humanidad
con la misma imparcialidad que las luchas desesperadas por la humanidad significa neutralizar su función histórica
opuesta, reconciliar a los verdugos, tergiversar la exposición de los
hechos”.
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Rue, R. La
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[1] IV Jornadas de
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Ciencias Sociales y Humanas en Córdoba. Facultad de Filosofía y
Humanidades, U.N.C. 2004.
[3] “Todas las épocas subjetivas fueron reaccionarias” Goethe.
[4] Kant pensaba, por ejemplo, que la lógica era una “verdad eterna”, una
ciencia sin historia, algo establecido de una vez para siempre; sin embargo, la
historia de la lógica, antes y después de Kant, ha demostrado que ella también
es un producto histórico, susceptible de formas y contenidos diferentes.
[5] Investigaciones que incluyen otras ciencias más desarrolladas tales
como física, matemática, psicología, teoría de la información, cibernética,
etc.
[6] Departamento de Música de la Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y
Humanidades.
[7] En la dictadura militar de los años 70 se había intentado formalizar
una cultura con la exclusión de algunas ciencias. En el ámbito académico aún
perduran los ecos de esa misma iniciativa.
[8] Este poder no
se limita a la investigación; por las motivaciones ideológicas que tiene,
influye también en la distribución de las oportunidades académicas
relaciona-das con la enseñanza artística.
[9] De acuerdo a las pautas de evaluación de este Programa, A. Einstein,
de ser posible, tendría la categoría II, mientras que un rector universitario,
sin antecedentes en la investigación, puede tener la categoría I (cita del Dr.
Sanllorenti, Sec. Adj. Conadu. 2005).
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