jueves, 4 de noviembre de 2010

COCIDO, PERO NO TANTO

Roberto Rue

Artículo publicado en las actas de las VI Jornadas Argentinas de Música Contemporánea e Investigación 2010 organizadas por CORAT y la Subsecretaría de Cultura de la Secretaría de Extensión Universitaria, Universidad Nacional de Córdoba.

Lo singular del trabajo humano es que puede crear, al lado de la naturaleza, otra naturaleza específicamente humana. Sin embargo, por muy sofisticados que pudieran ser los productos que resulten de esta última, nunca llegarán a ser totalmente extraños a la naturaleza que le precede. El mundo físico tiene sus propias leyes y éstas son independientes de la voluntad humana. Cocido, pero no tanto. El arte es un fenómeno físico porque no existe con independencia de la materia. La materia es su primera condición existencial, ya que ninguna idea artística se podría formalizar sin la materia y sin establecer acuerdos con sus propias leyes. Nadie duda que la consistencia material del mármol pone límites a las ideas del escultor. Y si se trata de los procesos psicológicos a través de los cuales el arte se hace humanamente comprensible, es necesario involucrar leyes concernientes a la fisiología del cerebro y la materia que presupone. Aparentemente, volvemos al punto de partida, sin embargo, el arte no queda definitivamente resuelto en este nivel primario de organización. Las propiedades inherentes a la estructura de la materia logran adquirir valor estético solamente cuando son asimiladas por el hombre y en su plena significación social. Suele decirse que las propiedades naturales constituyen la “forma” del arte mientras que el sentido social que se les atribuye determina su “contenido” (Stolovich).
El arte no está definido solamente por las propiedades materiales, depende también del contexto social y psicológico en el que se desarrolla. De todos modos, y por las razones filosóficas que alentaron la sobrevaloración de lo subjetivo, a los dos últimos factores se les ha dado mayor importancia epistemológica, por lo que casi siempre se deja de lado la naturaleza de aquello que el contexto encierra. La práctica social incide en las formas del arte, pero no más allá de lo que permite la naturaleza que sostiene esas formas; las leyes de la materia y de la percepción son objetivas y limitan las influencias del contexto social. En la música, por ejemplo, el estilo tonal no fue el resultado de meras circunstancias sociales; éstas favorecieron la aparición de la tonalidad, pero el efecto unificador que caracteriza al estilo no se debe únicamente a las circunstancias sociales.
La creación artística está rodeada por un número indefinido de situaciones materiales y sociales que, hasta cierto punto, condicionan la sensibilidad, aunque la naturaleza humana no es absolutamente incondicional en sus respuestas. Las propiedades del arte no resultan de un puro reflejo de la realidad material o social porque, como en todo reflejo, están igualmente presentes los rasgos particulares de aquello que causa el reflejo. Cuando alguien se mira al espejo no ve solamente su imagen, en ella también esta presente la singular manera de reflejar que tiene el espejo. El organismo humano, como el espejo, tiene sus propias leyes; se adapta a las condiciones externas, las rechaza o modifica según sus propios intereses estructurales.


El arte en la historia

Actualmente, el pensamiento dominante en materia de investigación musical tiene a la historia o la sociología como única referencia, pero sin asumir plenamente el lado científico de estas disciplinas. A diferencia de lo que ocurre actualmente con la investigación en las ciencias sociales, el estudio de la música sufre un lamentable atraso por no reconocer lo esencial del método científico. Esta situación es equivalente al atraso del idealismo teológico con relación al materialismo filosófico. El concepto de “dominante” antes mencionado no se relaciona con paralelismos sociales materialmente dominantes En los países subdesarrollados el atraso se debe, ante todo, a la voluntad de conservar ciertos privilegios académicos y sociales ganados en el terreno del idealismo filosófico, los que se verían seriamente afectados si se reconociera la superioridad del método científico.
Esta voluntad conservadora ha demorado notablemente el advenimiento de los nuevos métodos científicos de investigación aplicados al arte. En algunos casos se ha llegado a creer que la mera descripción histórica de la música, a veces ni siquiera asociada a las circunstancias sociales en las que se formó, es suficiente para argumentar en torno a la naturaleza del fenómeno musical (esteticismo). Esta manera de enfrentar el problema se debe al error de creer que el arte es una actividad absolutamente autónoma, y por lo tanto, incondicionada. Por este camino se vuelve al antiguo pensamiento de las ciencias sociales que pretendía explicar las formas del desarrollo social de acuerdo a cómo los hombres actúan socialmente según sus ideas o preferencias circunstanciales.
La manera de pensar de los hombres incide en la interpretación de los hechos de cada época. Esto es indiscutible, pero no constituye el único elemento que se debe tener en cuenta. Todo proceso social tiene un grado de objetividad que trasciende las modalidades circunstanciales, y con el arte sucede lo mismo. El arte trasciende las particularidades de cualquier época, y lo demuestra el hecho que aún podemos seguir gustando de las obras artísticas que fueron hechas en circunstancias sociales e históricas totalmente diferentes a las nuestras. Esta es una prueba de que en el arte existen factores objetivos, y hace legítimo el intento de estudiarlo científicamente.
La ciencia describe los procesos del mundo real, pero además intenta explicarlos a través de las causas que lo producen. En cambio, cuando los historiadores enfrentan el problema del arte lo hacen casi siempre de manera descriptiva, y si logran avanzar sobre algunas de las causas sociales que inciden en su desarrollo, allí se detienen, porque creen que las posibilidades de búsqueda han llegado a su límite. En este punto nada más oportuno que las palabras de Levy-Strauss: “La historia conduce a todo, pero siempre que se salga de ella”.
El arte, como las sociedades, se desarrolla en un mundo formado de materia y regulado por sus propias leyes y esto incluye la fisiología del cerebro, base de los procesos psicológicos, algo que nos conduce a la posibilidad concreta que otras causas puedan estar involucradas en el fenómeno artístico.


La investigación en el arte

La naturaleza del pensamiento hace que todos los contenidos de la realidad sean susceptibles de ser analizados científicamente, y el fenómeno musical no es una excepción. Los griegos fueron los primeros en comenzar a estudiar los fundamentos físicos de la música, como los intervalos y las escalas. Después, el problema de la música se trasladó a un ámbito de discusión mucho más amplio, incluyendo aspectos históricos y sociales; es decir, se comenzó a entender que el fundamento de la música no descansa en la pura objetividad y que tampoco es un fenómeno absolutamente autónomo. Este hecho merece una especial consideración porque señaló la necesidad de hallar otras disciplinas, distintas de la música, que pudieran decir algo sobre la música misma. Se comenzó a reconocer que la música no puede explicarse a sí misma y que para lograrlo es necesario recurrir a otras áreas del conocimiento. Sin embargo, la herencia subjetivista que aún domina al pensamiento occidental, impidió que se avanzara un poco más en este sentido. Por mucho tiempo la historia y la sociología fueron las principales disciplinas, sino las únicas oficialmente reconocidas, con la pretenciosa misión de resolver el problema de la música. Posteriormente, apareció una especie híbrida emparentada con el folklore llamada etnomusicología, que siempre dio la impresión de estar “forzando” la interpretación del fenómeno musical y tener una total “ausencia de interés especulativo” (Ramón y Rivera). Pero si de la etnología se trata, nada mejor que volver a citar las palabras de otra autoridad: “ante todo – dice Piaget – la etnología es una psicología”, lo que con mayor sensatez nos remite a un mundo lleno de leyes que merecen ser analizadas en relación con el arte, más allá de cualquier recopilación descriptiva de pueblos y costumbres.
El método científico ha logrado imponerse bastante en los países desarrollados, aunque la musicología histórica aún mantiene un cierto nivel de aceptación. La situación es muy diferente en los países que aún están en vías de desarrollo, donde la objetividad científica no ha tenido casi ninguna oportunidad de ser aceptada como método de observación en el estudio de la música. Incluso los organismos oficiales que promueven el desarrollo científico, ceden ante la popularidad de la musicología histórica, y en el ámbito académico el método científico aplicado al arte es bastante resistido. Tiene vigencia, en cambio, el relato monográfico como contraparte del método científico y la experimentación.
El idealismo filosófico se caracteriza, básicamente, por confundir las cosas con nuestras sensaciones, es decir, considera que los objetos de la realidad son un conjunto de sensaciones, meros contenido de nuestra conciencia. “La cualidad de nuestras sensaciones – dice Helmholtz - ya sea de luz o calor, de sonido o de gusto, no depende del objeto exterior, sino del nervio que transmite la sensación”. El idealismo artístico sigue la misma línea de pensamiento al afirmar que las propiedades estéticas son el resultado de lo que ocurre en nuestra conciencia, independientemente de cualquier hecho externo, incluyendo el factor social, porque la explicación última sobre las formas del arte se remitirá siempre a los modos subjetivos de reacción de cada individuo, según su propia experiencia. Bajo estas condiciones el valor estético se reduce al gusto personal, y la característica esencial del arte, la universalidad, es sustituida por el simple hábito de la percepción. La exageración del rol subjetivo en la apreciación artística limita las posibilidades de pensar que lo material puede incidir significativamente en la forma de nuestra experiencia estética. Por esta razón la historia y la sociología se han convertido en los principales instrumentos para el análisis del arte. Aún no se ha logrado entender que el arte está en la historia pero no es la historia, como en algún momento tampoco se entendió que los objetos son la causa de nuestras sensaciones pero no las sensaciones mismas.


El arte como mercancía

El objeto artístico es el resultado del trabajo humano, y como tal, no se lo puede aceptar sin reconocerle alguna finalidad específica dentro de la sociedad. El arte es un “producto social” y por un paralelismo mal interpretado se espera que aporte las mismas ventajas sociales que los otros productos. Es decir, además del valor netamente humano, se cree que su finalidad es aportar utilidad económica e ideológica. Sin embargo, estos dos últimos aspectos no pertenecen estrictamente a la esfera del arte. El tiempo y la práctica social fueron quienes pusieron al arte en esta situación. Y en los tiempos modernos parece que esta arbitrariedad atribuida a la actividad artística ya no sorprende demasiado, por el contrario, subsiste al amparo de la indiferencia o de las justificaciones más inverosímiles.
El arte permite ampliar los horizontes de la sensibilidad humana, pero se lo está utilizando para obtener ventajas económicas o crear hábitos de pensamiento. Por las presiones del contexto social en el que se desarrolla la actividad humana, ninguna disciplina artística puede escapar fácilmente a este doble propósito, y muchos artistas, consciente o inconscientemente, terminan siendo cómplices de esta situación porque las exigencias del mercado cultural así lo exigen. Excelentes artistas son tentados a producir con el único fin de satisfacer la demanda del consumo masivo, algo similar a lo que sucedió en la Edad Media con el monopolio del arte religioso. A pesar de la evidencia, el análisis historicista o sociológico del arte no se detiene demasiado en los intereses reales que hay detrás de las mercancías culturales. No le da suficiente importancia al hecho que las formas artísticas no siempre tienen un origen estético y que la mayoría de ellas son una estrategia destinada a crear hábitos en la sensibilidad, ya sea para promover el consumo o modelar la manera de pensar del hombre común.
Como sucede con el lenguaje, el arte sufre transformaciones. Se podría decir que estas transformaciones ocurren en dos niveles: en el primero de ellos están las causas profundas relacionadas con la estructura de la conciencia; luego están las transformaciones culturales, susceptibles de ser observadas casi de un modo directo. El estudio consagrado a las modificaciones históricas del arte puede elegir situarse entre estas dos opciones, y el estudio resultará legítimo aun cuando responda a un mero interés descriptivo, pero es importante que deje constancia de la diferencia que hay entre la producción que busca alentar el desarrollo de la sensibilidad humana de aquella otra que, en contraposición, busca automatizar las respuestas de los consumidores. En la Edad Media se ejercía control a través de las ideas religiosas expresadas en el arte; en la actualidad los objetivos son más amplios y se logran a través del consumo masivo.
El estudio del arte será legítimo si tiene la precaución de diferenciar los productos que resultan de una voluntad complaciente con el mercado cultural, de aquellos otros productos que no responden a esos intereses. Por supuesto que el arte nunca dejará de estar influenciado por las circunstancias sociales, pero algo muy distinto es que el arte refleje libremente rasgos de lo social, a que se encuentre sometido a las presiones de algún interés en particular. Exponer esta diferencia es crucial al momento de valorar el alcance de cualquier observación. El arte es un fenómeno relativamente autónomo, es decir, tiene sus propias leyes, pero se manifiesta a través de su condicionamiento social. Ahora, si el estudio del arte ignora que buena parte de la producción artística tiene como finalidad lo económico o la manipulación ideológica, entonces la autonomía del arte deja de tener valor para el observador; éste ya no busca en el arte leyes objetivas y termina haciendo una mera clasificación de los caprichos del gusto personal. En estas circunstancias el estudio del arte pierde su objetividad y queda reducido a una simple sociología del gusto.
El arte destinado al consumo masivo ha sido llevado al extremo de la vulgaridad; pocas son las excepciones a esta normativa. Y los sociólogos o los historiadores del arte, muchos de ellos cómplices del subjetivismo histórico, analizan las cualidades del arte popular a la luz de las condiciones sociales de quienes gustan y exigen ese arte, en vez de buscar el origen de esas cualidades en el interés económico de los productores artísticos. Lo que se conoce como “arte popular” no siempre es el producto de un pueblo que perfecciona su sensibilidad a través del libre trabajo artístico. Lo cotidiano de la versión popular del arte es más bien el resultado de la dictadura ejercida por los productores de mercancías culturales, para quienes el progreso de la sensibilidad humana no es un beneficio, por eso, cuando la sociología se detiene a observar solamente la etapa del consumo, ignorando los motivos reales de la producción, no se sitúa en condiciones favorables para argumentar sobre la naturaleza de la formas artísticas.
El objetivo de cualquier investigación científica es descubrir las causas objetivas que explican los fenómenos de la realidad, y si se trata del arte, la finalidad no es diferente, busca explicar su naturaleza y desarrollo a través de leyes objetivas. Si los estudios del arte se hicieran con la suficiente objetividad, deberían señalar que muchos de los bienes culturales destinados al consumo masivo no tienen auténticas motivaciones estéticas. Ellos obedecen a los intereses del mercado o buscan crear hábitos de pensamiento. Al mismo tiempo deberían discernir que el objetivo del arte es la educación que busca ampliar los horizontes de la sensibilidad humana, entre otras cosas, para detectar las motivaciones que son ajenas al arte. Y la investigación responsable, en lo que a la naturaleza del arte se refiere, debería importarle, fundamentalmente, el conocimiento y control de las leyes que actúan bajo la libertad de producción. Dicho con otras palabras, no debería importarle las leyes que regulan el éxito del mercado artístico, sino aquellas que operan bajo la libre elección del artista.


Evolución musical

La evolución biológica se origina en la necesidad de los microorganismos de adaptarse a las diferentes condiciones ambientales. Gracias a esta adaptación fueron apareciendo transformaciones sucesivas que permitieron a los organismos vivos sobrevivir a las exigencias del medio ambiente; las especies que no lograron adaptarse, se extinguieron progresivamente. Estas transformaciones fueron cada vez más perfectas para el mismo fin pero preservando, simultáneamente, las características esenciales de los seres vivos tales como: evitar la pérdida del orden interno, reaccionar a los estímulos externos, metabolismo, crecimiento, reproducción, etc. La evolución de la música a través de la historia se la puede entender de manera similar. En términos generales, los estilos son las diferentes modalidades cognitivas del significado musical. Por su parte, el arte es una “organización de las sensaciones” (Read), por lo que interpretamos que el significado de la forma artística se relaciona, en parte, con las formas subjetivas de reacción de cada individuo. Estamos hablando de las leyes de la percepción, o aquellos contenidos que dentro de ella resulten más estables, además de los modelos de cultura en los que la percepción se forma.
La evolución del arte se corresponde con la evolución de la sensibilidad. Si fuera posible para una persona evaluar la música de acuerdo a la sensibilidad de cada época, la música del romanticismo no sería mejor que la del barroco. Sin embargo, para la sensibilidad contemporánea la música del período romántico se muestra más evolucionada que la del barroco, como consecuencia de la adaptación de la sensibilidad a las nuevas formas de organización.
Esto no debería sorprender. El sistema biológico, contrariamente a lo que ocurre con los sistemas físicos, tiende a la mayor improbabilidad manteniendo un elevadísimo nivel de organización. Por esta razón las formas de vida pasan de ser las más simples a las más complejas, efecto que también parece alcanzar a la psicología. Así, el sistema auditivo, por ser parte del sistema biológico y estar inexorablemente vinculado a la psicología, preservaría los rasgos esenciales de esta tendencia. Para ejemplificar la adaptación de la sensibilidad auditiva a las diferentes modalidades cognitivas del significado musical recurrimos, una vez más, a la cualidad de los intervalos musicales. Los intervalos formados con frecuencias naturales de baja magnitud son más consonantes para el oído porque le exigen un menor esfuerzo. Por ejemplo, el movimiento de dos cuerdas que se encuentran en relación de octava está representado acústicamente por la fracción 2/1. Esto quiere decir que mientras una de estas cuerdas efectúa dos períodos enteros en un segundo, la otra efectúa solamente uno en la misma unidad de tiempo. En el caso de la quinta, cuya representación acústica es 3/2, encontramos que en la misma unidad de tiempo hay tres períodos enteros de una cuerda y dos de la otra. Este último intervalo es menos consonante porque hay una mayor cantidad de acontecimientos por unidad de tiempo y le exigen al oído un mayor esfuerzo. Este es el dato objetivo al que se expone el oído, pero la práctica sensorial y la tendencia natural del sistema auditivo de evolucionar hacia lo más complejo, hacen que el oído extienda su concepto de consonancia a otros intervalos menos simples. Un interesante ejemplo histórico fue la tercera mayor (5/4) no aceptada inicialmente como consonancia en el sistema musical griego, pero que se transformó después en el intervalo básico de la armonía tonal. Otro caso fue el trinoto, que por la misma razón pasó de ser un “diabolus in música” a ser un “diablo domesticado” (Hindemith).
La disonancia le exige al oído mayor esfuerzo que la consonancia, pero cuando el oído se acostumbra al mayor esfuerzo, el concepto sobre la cualidad del intervalo se modifica. Este hecho puede ser interpretado como una evolución del concepto de consonancia; no obstante, por estar involucradas causas materiales y psicológicas independientes de la voluntad, este desplazamiento hacia relaciones más complejas no anula las diferencias cualitativas entre los mismos intervalos, es decir, la tercera seguirá siendo más disonante que la quinta como ésta lo será de la octava. Se mantiene el orden objetivo entre los intervalos aunque cambie el concepto sobre la cualidad de cada uno de ellos.
Con la sensibilidad musical sucede algo similar. Las transformaciones se producen por trascendencia y no por anulación, por lo tanto la sensibilidad contemporánea implica la comprensión de los niveles menos desarrollados y puede reconocer, por ejemplo, el valor de la música barroca, pero como un hecho artístico ya superado. En cambio, si la sensibilidad individual no ha logrado actualizarse en la práctica sensorial a través de la audición, la interpretación o la composición, puede llegar a concluir que la música barroca es la mejor de todas y que las innovaciones formales subsiguientes constituyen un retroceso.


La representación lingüística del tiempo

El orden espacial es intuitivo, se relaciona con la simultaneidad objetiva y material. La intuición primaria del tiempo, en cambio, se circunscribe a un puro presente subjetivo. El “ahora” es el momento de mayor claridad, mientras que los restantes contenidos temporales de la conciencia permanecen en un estado difuso. Esta diferencia entre la unidad temporal inmediata y los acontecimientos pasados o futuros, hacen que la representación del tiempo en el pensamiento lingüístico necesite recurrir a la deducción causal, para poder elaborar un concepto abstracto del orden temporal.
Un indicio interesante sobre las estructuras subjetivas relacionadas con los procesos temporales, en comparación con los espaciales, se encuentra en algunas lenguas primitivas (lengua klamath en Gatschet y melanesia en Codrington), donde las relaciones temporales se designan con nombres que tienen significación originalmente espacial. El “aquí” designa el “ahora”, mientras que el “allá” designa el “antes” o el “después”; incluso actualmente, cuando hablamos de acontecimientos que suceden en el tiempo utilizamos expresiones como “cerca” o “lejos”. Esto demuestra que la simple coordinación entre el espacio y el tiempo imaginada por la investigación epistemológica, no era tan consistente como se creía (Cassirer).
En el pensamiento lingüístico primitivo, las formas estructurales del tiempo se transforman en las del espacio. Incluso, la paradoja de Zenón con respecto al movimiento de la flecha que nunca llega a su destino, se corresponde con la forma de representación que esas lenguas primitivas tenían del tiempo, es decir, la flecha siempre está en reposo porque el movimiento es interpretado como “estando” en una sucesión infinita de lugares fijos.
El espacio es intuitivo y por eso su forma de representación prevalece; en cambio, la unidad del devenir temporal se produce cuando el desarrollo de la conciencia logra incorporar la noción de causa y efecto. Así, los acontecimientos sucesivos comienzan a mostrarse en relaciones interdependientes, y el tiempo pasa a ser interpretado como un todo funcional y dinámico. El hecho singular de que el espacio pueda ser reducido a una unidad intuitiva de manera más inmediata que el tiempo, donde no hay simultaneidad como en el espacio, podría explicar por qué la percepción de las transformaciones estilísticas en las artes espaciales (pintura, escultura) tuvo, y tiene, una aceptación más rápida que las transformaciones en las artes temporales (música).
La comprensión del tiempo en el lenguaje hablado, como lo es en el “lenguaje musical”, no es un hecho espontáneo; es obra de un lento proceso del entendimiento. En el lenguaje humano fue necesaria la deducción causal para que el concepto de “tiempo” lograra un valor unitario. En la música el concepto de unidad formal está igualmente conectado a ciertos procesos del entendimiento con respecto a la espacialización del tiempo y la singularidad del presente cognitivo.


Lenguaje tonal

La tonalidad aparece gradualmente en la música europea durante el siglo XVI. El sistema está construido sobre principios acústicos muy simples: las escalas con las frecuencias más simples para la sucesión de tonos y semitonos (modos mayor y menor), y las triadas con un máximo grado de consonancia. Si se tiene en cuenta el principio de menor esfuerzo auditivo, el punto de partida es absolutamente comprensible; pero si se piensa en la adaptación de la sensibilidad, es mucho el tiempo que ha transcurrido para que aún permanezcan sin ser comprendidos los estilos abstractos no basados en la tonalidad tradicional. Muchos compositores contemporáneos aún siguen fieles al dogma tonal, y como la educación artística depende de ellos, la enseñanza de la composición permanece adherida a ese dogmatismo. Estamos enfrentados a un incomprensible anacronismo: a comienzos del siglo XXI la sensibilidad auditiva todavía sigue controlada por las ideas del barroco y el clasicismo.
Pero hay razones para que esto suceda. La organización espacial es intuitiva de un modo inmediato, no así la temporal, por eso la música tradicional se basó en analogías espaciales para hacer más evidente su unidad. La simultaneidad espacial permite una captación inmediata del “todo”, y la música tradicional buscó imitar esta particularidad haciendo que las formas estructurales del espacio se trasladen a las del tiempo en forma de repeticiones. La repetición es en el tiempo lo que la simultaneidad es en el espacio.
El espacio adquiere valor representativo solamente en la música escrita sobre el papel, donde tiene sentido hablar de “distancias” entre los sonidos (más “cercanos” o más “alejados”), pero no constituye el modo real de la percepción musical porque falta la interacción causal entre los estímulos sucesivos. Para la percepción no es igual escuchar el sonido aislado A, que escucharlo rodeado de otros sonidos: AB, BAC, etc. Simbólicamente: (A + B) – A, no es igual a B.
Cuando en un proceso temporal hay un reconocimiento, ya sea por igualdad absoluta o semejanza de patrón entre los acontecimientos, se logra estabilidad; cuando no existe tal reconocimiento, el proceso se debilita. Sin embargo, en el mundo material que nos rodea prevalece la variedad y no la repetición, y no por eso la realidad pierde estabilidad y su consecuente unidad. Los objetos iguales ubicados en el espacio son menos frecuentes de percibir, el resto exhibe una variedad difícil de calcular, pero tienen a su favor el hecho de que pueden ser fácilmente comparados en virtud de la simultaneidad. Así, la unidad de los objetos materiales distribuidos en el espacio es casi inmediata para la conciencia. No sucede lo mismo con las sucesiones temporales, donde la simultaneidad se produce solamente a través de la memoria, al recordar y comparar dos o más acontecimientos pasados. Esta manera de presentarse la simultaneidad temporal hace más difícil captar la unidad de un proceso en su totalidad, en cambio, la conciencia está en mejores condiciones de captar esa unidad desde el puro presente subjetivo, el momento de mayor claridad.
La intuición espacial es material, la temporal es cualitativa. Al reconocer elementos dentro de una sucesión temporal se produce estabilidad. Si no existe tal reconocimiento la estabilidad puede disminuir, no obstante, si entre los elementos que lo forman hay nexos cualitativos comunes, la unidad del conjunto tiende a mantenerse. Ahora, traslademos este concepto a la música. Si entre los acontecimientos musicales inmediatos se mantiene la “buena continuación” de manera permanente, por deducción causal se puede concluir que la totalidad del trascurso responde al principio de la buena forma. Por ejemplo, si existe buena continuación entre A y B, luego entre B y C, entonces, por la propiedad transitiva habrá buena continuación entre A y C.
La diferencia entre la unidad espacial y la temporal está en que cambia el lugar donde ubicarla: en la totalidad o en el presente. La simultaneidad espacial facilita la conciencia de la unidad de una manera casi espontánea, mientras que en los procesos temporales la conciencia de la unidad es más fácil desde el presente y a través de la deducción causal como lo fue en el lenguaje hablado.
La música tradicional buscó afianzar la unidad del todo imitando la simultaneidad espacial, de ahí que se recurra a las repeticiones e imitaciones para lograr una asociación más efectiva. De esta manera la unidad del todo está presente en la conciencia por la probabilidad de las repeticiones. En cambio, en la música contemporánea abstracta, donde no hay repeticiones explícitas ni imitaciones, la unidad de la misma totalidad se logra si la cualidad de buena continuación es una constante frente al puro presente subjetivo. Sólo para dar un ejemplo de fácil representación mencionamos el caso de la armonía. Si las relaciones simultáneas sucesivas son las mejores posibles, la unidad tiene lugar sin importar cuál sea el destino del movimiento armónico. En este caso no existe un único centro de gravitación como en el sistema tonal. Dependiendo del grado de consonancia de los diferentes momentos por los que el proceso pasa, se producirán diferentes niveles de esfuerzo auditivo y sus respectivas tendencias resolutivas, aunque no estén siempre referidas a una misma altura. Un desvío cualitativo constante se asemejaría bastante a una curva, incluso, sería relativamente previsible aunque no cumpliera con las funciones de retorno.
Vemos los objetos, pero no el espacio que los separa, sin embargo, este espacio hace posible que los objetos tengan contigüidad y significado. Lo mismo se puede decir de la música que no tiene repeticiones, que cambia incesantemente. A pesar de esta variación, las leyes inherentes a la percepción (proximidad, igualdad, cierre, etc.) articulan el devenir sonoro, permitiendo la aparición de “objetos” cuyo significado queda sometido a íntima e intransferible experiencia del receptor. Al desaparecer los motivos musicales tradicionales, los intereses estructurales de la conciencia se encargan de crear sus propias unidades de articulación (motivos). Algo similar sucede con las manchas que vemos sobre una pared o las que muestran los test proyectivos, donde es posible ver o imaginar objetos cuyo significado está basado en la experiencia personal del sujeto expuesto. Las lenguas aislantes, como el chino, es otro ejemplo. En estas lenguas las palabras no tienen ningún contexto gramatical, sin embargo, son portadoras de significado porque ante la ausencia de una gramática exterior, la interior se impone para hacer posible la significación (Cassirer). Esta particularidad subjetiva le permite al arte abstracto adquirir valor significante.
Lo anterior nos conduce al dilema del arte como un medio de comunicación. Generalmente se cree que el compositor tiene la misión de transferir significados, y que esta transferencia sigue el modelo lingüístico. En realidad, el compositor, al organizar los estímulos externos está buscando darle un orden a las sensaciones con la finalidad de que el perceptor, frente a estas sensaciones, pueda interpretar sus propias reacciones sensibles, crear sus propios significados, independientemente del estado subjetivo del artista que modela la materia sonora. El compositor confía en las reacciones del oyente; aporta motivos para el significado, pero no el significado mismo, por esta razón el significado de una misma obra no tiene que ser necesariamente igual para el emisor que para el o los receptores.
La comunicación es el traslado de información, es decir, de un conjunto de datos que, por estar organizados, tienen un significado. En el caso del arte la comunicación no debería confundirse con las propiedades que caracterizan al lenguaje hablado. Por ejemplo, hay comunicación entre un hierro incandescente y el aire que lo rodea porque estos elementos tienden a equiparar sus temperaturas, pero no estamos diciendo que ellos “hablan” entre sí. Hay comunicación porque existe un emisor, un receptor y un mensaje, y aunque el esquema de transmisión es muy elemental no deja de cumplir con las condiciones básicas de una comunicación. En este último caso la naturaleza del mensaje se relaciona con la temperatura, mientras que en la música el mensaje busca inducir la significación de los estímulos sonoros en la imaginación del oyente.


Progreso en el arte

Se cree que Wagner fue quien fomentó la idea del progreso en el arte, la idea del genio incomprendido que se adelanta al tiempo en el que vive (Popper). En realidad, ningún compositor se adelanta a su época, él mismo está condicionado por los esquemas aprendidos, y todo lo que haga llevará la marca de su época y de su historia. No obstante, el compositor, en su búsqueda de nuevos procedimientos, a veces obtiene resultados que no son consecuentes con las expectativas de sus contemporáneos, quienes están muy acostumbrados a los patrones de respuesta aprendidos rutinariamente. La gente común disfruta de la música de una manera espontánea y contemplativa, a diferencia de lo que sucede con los músicos, que están más preparados para enfrentar las “aventuras” formales.
Ningún compositor sincero busca escribir obras que se adelanten a su época, todo lo contrario, quiere ser entendido por sus contemporáneos; el problema está en que quiere ser entendido incluyendo la novedad que aportan sus propias innovaciones. Pero la originalidad que él aporta y además entiende, porque la práctica sensorial le ha permitido llevar su sensibilidad a un nuevo nivel de exigencia, produce resultados inesperados para el oído no entrenado de sus contemporáneos. La costumbre crea en la conciencia una constelación de expectativas que, de no ser satisfecha, produce desagrado. Es lo que les sucede a los consumidores de música popular o de las versiones más populares de la música “clásica”, cuando se enfrentan a la música contemporánea abstracta. El desencuentro que se produce no significa que el compositor se adelantó a su época; en realidad, sólo ha mantenido actualizada su sensibilidad, mientras los demás buscaron la satisfacción sensible resolviendo sus expectativas sin moverse de sus propios esquemas aprendidos. El arte busca permanentemente la originalidad y no tiene por qué ser complaciente con el oído acostumbrado. Si la indulgencia fuera una ley del arte, nunca hubiéramos llegado a la música de Bach, Mozart o Beethoven.
En la música, como en todas las artes, siempre aparecen nuevos criterios de organización que, dependiendo de la práctica sensorial de quienes la perciben, tendrá diferentes grados de aceptación. A pesar de los diferentes y justificados grados de aceptación, el gusto personal nunca puede ser tomado como una medida objetiva de valoración artística. Se sabe que el gusto, como el pensamiento, es susceptible de ser condicionado, especialmente cuando el sujeto es un receptor pasivo, es decir, cuando la capacidad de análisis y síntesis de su conciencia no está lo suficientemente desarrollada. El efecto que produce la música de consumo masivo es el mejor ejemplo en este sentido. Agentes publicitarios invaden el mercado con productos de muy baja calidad, y por efecto del automatismo de la conciencia acostumbrada, estos productos terminan siendo asimilados y aceptados como los mejores.
La selección natural es el mecanismo básico de la evolución biológica. Permite que los organismos vivos se adapten a las condiciones ambientales y produzcan variaciones genéticas eficaces para su descendencia, facilitando así el desarrollo de la especie. Cuando se trata de la evolución social y cultural del hombre, es decir, de su desarrollo intelectual y moral, la selección natural parece haber perdido su naturalidad basada en la necesidad y haberse convertido en una viciosa retroalimentación. Actualmente, a la sensibilidad del hombre común le es muy difícil vencer la rutina, y su capacidad de valorar ha quedado sometida a los mandatos circunstanciales del mercado destinado al puro consumo.
En estas condiciones es casi natural que la valoración de los productos artísticos se haga a través de factores que ni siquiera se relacionan con la estética. La música, por ejemplo, tiene un gran poder de evocación, a tal punto que una vulgar melodía puede transportarnos a los mejores momentos de nuestras vidas, y frente a semejante acontecimiento, es muy frecuente que algunas personas identifiquen el valor de los recuerdos con la melodía, es decir, le atribuyen a la melodía el valor de los recuerdos. Igualmente, se adjudica un gran valor estético a muchas expresiones de la literatura, la poesía o el teatro sólo por la importancia social o filosófica que ellas representan. Sin embargo, la utilización del arte para mostrar la verdad de un hecho social no garantiza la presencia de calidad artística. Hay obras de arte destinadas a revelar importantes verdades sociales pero que no logran tener un gran valor estético; otras, en cambio, las superan en calidad a pesar de estar destinadas a ponderar hechos injustos de la vida social. Las pinturas de la Edad Media, por ejemplo, fueron auténticas manifestaciones en favor de la arbitrariedad humana al exaltar el valor social de la nobleza. Estas, por su importancia estética, subsistieron como obras de arte, en cambio, muchas de las que hoy expresan con sinceridad lo más profundo del dolor humano, tal vez perduren sólo como verdades sociales y nunca logren alcanzar una verdadera dimensión estética.
En contraste con las respuestas socialmente condicionadas, hallamos que la educación del gusto puede facilitar una mayor objetividad en la estimación del valor artístico, es decir, un mejor acercamiento a los valores universales contenidos en el arte, incluso, descubrirlos en el arte popular. Aún así, el gusto permanecerá en la esfera de lo subjetivo y personal, pero con la ventaja de haber alcanzado un mejor nivel de observación. La objetividad en el entendimiento de las formas estéticas se basa en la superación de la mera espontaneidad y contemplación. Una persona cuya sensibilidad logra vencer esta primera etapa, tendrá a su favor el mérito de reconocer el valor de un producto artístico, aunque no le guste.


BIBLIOGRAFIA

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sábado, 23 de enero de 2010

CULTURA POPULAR Y POPULISMO

Roberto Rue

Artículo publicado en las actas de las V Jornadas Argentinas de Música Contemporánea e Investigación 2009. CORAT - U.N.C. y VI Encuentro Interdisciplinario de Ciencias Sociales y Humanas en Córdoba, Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades U.N.C. 2009

La cultura es el repertorio aprendido de pensamientos y conductas que caracterizan a un grupo humano y contribuyen al desarrollo de la vida social. No obstante, es muy frecuente que al término cultura se lo relacione únicamente con las actividades artísticas; confusión que fundamenta la equivocada creencia en que los contenidos de la cultura nada tienen que ver con los aspectos trágicos de ese repertorio como, por ejemplo, las guerras, el capitalismo, el hambre, la ignorancia, la esclavitud, etc. El arte está entre ellos; y aunque solamente es una parte de la cultura, no escapa a las consecuencias de ese lado trágico del repertorio aprendido.
El hombre inventó objetos para hacer más cómoda la satisfacción de sus necesidades como fue, entre ellos, el vaso para beber. Luego buscó embellecerlo, es decir, buscó trascender su valor meramente práctico adjudicándole un nuevo valor de acuerdo a otro orden de necesidades, equiparable tal vez, al lenguaje, al pensamiento abstracto, etc. De esta manera el arte se constituyó en un nuevo recurso de supervivencia, aunque todavía no ha sido lo suficientemente reconocido como una necesidad humana. Y esto no debería sorprender, necesidades tan poderosas como la alimentación no siempre están acompañadas de la conciencia de nutrición.
El valor social del arte está en que le permite al hombre ampliar los horizontes de su sensibilidad. Esto significa, siguiendo con el paralelismo de la alimentación, que aprenda a comer sabiendo elegir aquello que lo nutre. Los hombres inventaron el lenguaje para asegurarse la supervivencia; e inventaron el arte para que cuando les falten las palabras, el silencio no los mate. Sin embargo, la educación de la sensibilidad estética está muy lejos de proteger a los hombres del silencio que los mata. La educación de la sensibilidad a través del arte ha sido casi siempre el privilegio de unos pocos; la gran mayoría, en cambio, ha terminado siendo educada por agentes publicitarios, más interesados en el entretenimiento y el rédito económico, que en perfeccionar los sentidos humanos. A este resultado se lo ha llamado, equivocadamente, cultura popular cuando en realidad se trata de una cultura populista, es decir, aquello que mejor encaja con el estado regresivo en el que se encuentra la sensibilidad del hombre común.
En la sociedad actual existe una permanente actividad artística destinada al consumo masivo, pero no se trata del arte “del” pueblo sino del arte “para” el pueblo, situación que marca la diferencia entre alcanzar la libertad o aceptar el mandato social impuesto por las democracias totalitarias. Bajo estas condiciones el hombre ha perdido bastante su oportunidad de producir todo lo bueno que ha demostrado ser capaz en el terreno del arte. A pesar de esto unos pocos artistas aún producen, pero no llegan tan fácilmente al circuito habitual de difusión. Esto hace que se los vea como una excepción dentro de la sociedad, algo muy alejado de lo que se espera de una sociedad humanista donde “no existirán artistas (excepcionales) sino hombres que, entre otras cosas, se ocuparán también de hacer arte” (Marx, Engels).
La sociedad capitalista ha elaborado un concepto propio del arte; aquel que se ajusta a sus intereses basados en el consumo y en crear hábitos de pensamiento. Los artistas que no responden a ese interés se convierten en una excepción, situación que no tiene su origen en la naturaleza humana sino en la manera que la sociedad organiza el trabajo. Max Stirner decía que si un hombre se distingue entre otros, como puede ser el caso de un compositor, un pintor, etc. “no es de ningún modo porque [es] un hombre, sino porque [es] un hombre único” y por lo tanto nadie puede sustituirlo; en cambio, dice Stirner, para los otros trabajos basta la educación para ejecutarlos. Es evidente que esta opinión está dejando de lado las fatales consecuencias de la división del trabajo; de aquel que es directamente productivo y de aquel que no es directamente productivo (Marx, Engels) y donde no se excluye, aún para este último, la educación. Por supuesto, nadie es sustituible en lo que a personalidad se refiere, pero esto no impide que, en igualdad de condiciones, la actividad artística pueda ser desarrollada por todos los hombres.
El régimen populista no satisface las necesidades humanas; y con la excusa de lo popular, ha ido creando una gran mentira social, cuya verdadera dimensión se corresponde con todo lo que al arte de masas le falta de humano. Las necesidades sociales deberían ser, al mismo tiempo, necesidades esenciales para la vida; pero las sociedades basadas en el consumo han desarrollado la extraordinaria capacidad de crear necesidades humanamente innecesarias. Se ha hecho del consumo puro una necesidad vital, al extremo de confundir el valor de “ser” con el de “poseer”. Así es como muchas personas sinceras llegan a valorarse por lo que tienen y no por lo que son; reconocen en sus posesiones la extensión de su propio ser; y como es lógico suponer, el camino imaginado por ellas para superase no puede ser otro que el del consumo.
En el medio de este desequilibrio social, las clases privilegiadas, que nunca dejaron de reconocer el valor universal contenido en el arte, se apropiaron de él, como lo hicieron con la riqueza. Generalmente el hombre común identifica las grandes obras de arte, y también la actividad intelectual, como algo perteneciente a una determinada elite social. Por esta razón no intenta acceder a su comprensión y se refugia en lo que él cree que es la auténtica expresión de su clase: el arte de masas. Pero, en realidad, no existe el arte elitista, solamente existe un arte al que no tiene acceso la gente común, de la misma manera que no tiene acceso a la buena alimentación, la salud, la educación, etc. No hay arte elitista; hay una elite que se apropió de lo mejor de la producción artística, así como se apropió de la riqueza y de las ventajas que ésta proporciona. La mejor prueba en este sentido es que estas minorías sociales nunca fueron capaces de producir grandes obras artísticas, y que para poseerlas, tuvieron que tomarlas de los otros.
Estas minorías no fueron capaces de crear su propio arte, pero sí supieron interpretar a la perfección las ventajas sociales que el arte podía proporcionarles, y lo tomaron como modelo para la producción destinada al consumo y a crear hábitos de pensamiento. El resultado no fue el arte popular sino el arte de masas. El sistema capitalista fue muy astuto en su estrategia de producción, porque conoce la susceptibilidad que tiene la conciencia a los condicionamientos históricos; y lo sabe por la experiencia adquirida durante tantos años de modelar la opinión pública. Sabe, por ejemplo, que si la calidad de un producto baja progresivamente, con pequeños saltos que estén por debajo del umbral diferencial de la conciencia, se pueden poner los gustos y pensamientos en el límite de lo absurdo. Y lo más importante para su interés es que puede hacerlo sin despertar ninguna sospecha. De esta manera el sistema capitalista espera encontrar al final de su recorrido la “libertad de elección” del hombre común, quien termina sinceramente convencido de que algo es valioso solamente porque a él le gusta (idealismo primitivo); y lo que es peor aún, el hombre común llega a sentir la obligación “moral” de imponer sus propios gustos y pensamientos para el bien de sus semejantes. Esto es lo que llevó a Ortega y Gasset a decir: “el hombre masa te impone su mediocridad”.
A diferencia de lo que ocurre con el arte de masas, al arte popular “no le basta la ‘belleza’, se requiere de un contenido intelectual y moral que sea la expresión elaborada y completa de las aspiraciones más profundas” del ser humano (Gramsci). El arte de masas es cuantitativo (cosificado y despersonalizado), mientras que el arte popular es cualitativo; tiene profundas razones ideológicas vinculadas al progreso social.
El arte destinado a las masas – no el arte popular – ha condicionado los gustos de la sociedad a tal extremo que la elección del consumidor sincero nunca será totalmente libre. En la misma situación se encuentra la “libertad de ideas” en las democracias totalitarias, donde la manipulación de la opinión pública siempre precede y condiciona las formas del pensamiento. Por eso es lamentable que todavía se siga aceptando sin reparos la soberanía de la opinión pública, cuando ésta muchas veces está más cerca de ser una tiranía, por reflejo inconsciente de quienes modelan esa opinión. El ser humano ha sido sometido desde mucho antes de la aparición del capitalismo, y las consecuencias se ven reflejadas en su conducta, de ahí la expresión del rey Salomón: “¡pobre pueblo cuyo esclavo se haga rey!”.
La auténtica revolución social se obtiene alcanzando la educación necesaria para que el hombre común pueda abolir su esclavitud, y cuando le toque dirigir la sociedad, no lo haga como un tirano. Para eso sirve la cultura popular.
Los dueños históricos del poder social han logrado que el concepto de libertad se reduzca a la simple elección de opciones establecidas de antemano por ellos mismos. La sentencia: “dentro de la ley, todo; fuera de la ley, nada” es la expresión resumida de esa voluntad. Una sentencia que refleja la misma voluntad podría ser “el hombre es libre sólo para elegir cómo soportar el hambre”; es decir, la libertad dentro de los límites de la esclavitud, cuando la libertad debería ser la posibilidad de que el hombre elija comer bien todos los días. Con esas expresiones paradójicas los poderosos siempre han intentado evitar las consecuencias indeseables que podrían ocasionarles los pueblos que son conscientes de no tener ninguna libertad. Sin embargo, la verdadera libertad no es la que se impone sino la que se elige; aquella que nos da la posibilidad de negar las pocas opciones disponibles y crear otras nuevas. Esta es la misión esencial de la cultura popular.
La expresión más elaborada y completa de las aspiraciones del ser humano es descubrir cuáles son las verdaderas necesidades sociales; por esta razón la cultura popular nunca debería ser tratada como un “derecho social” sino como una “obligación social”, en el mismo sentido que lo es la educación. Y cuando algunos organismos académicos hablan del “derecho a la cultura”, a pesar del cosificado y despersonalizado estado en el que se encuentran los productos que ofrecen, es una prueba de que se trata de lograr solamente el entretenimiento público, y no la educación de la sensibilidad que facilita el progreso social.
Los medios masivos de difusión, sin excepciones, son la prueba más contundente de la traición al progreso social a través de la cultura. En vez de estar destinados a educar para la libertad, están al servicio de la manipulación de la opinión pública, fundamento de las democracias totalitarias. Los medios de difusión no educan, distraen; ayudan a que el hombre masa pueda “matar el tiempo”, es decir, buscan ponerlo al borde del suicidio social; quieren estar seguros de su indiferencia. Mientras tanto, lo poco y bueno que pueden ofrecer siempre está en los horarios de menor audiencia. Esto último es conocido, incluso por la gente común, y nunca se lo menciona sin un poco de ironía.
Todo lo atractivo y placentero que se encuentra en el mundo biológico es el resultado de un prolijo esfuerzo de la naturaleza que, durante millones de años, ha buscado facilitar la preservación y la evolución de las especies. Se mantuvo la necesidad evitando la indiferencia. Con el arte sucedió lo mismo, y es la razón por la que no se puede imaginar que el arte popular pueda ser reducido a un mero entretenimiento de masas como lo muestra la sociedad capitalista. No se puede confundir la producción artística destinada al lucro y la dispersión intelectual, con el arte que el pueblo es capaz de producir para su propia evolución. La cultura no es lo se les regala a las personas sino lo que se les exige, para que ellas se superen a sí mismas.
La universalidad del hombre se basa en la universalidad de sus necesidades; es decir, independientemente del lugar en el que se encuentre, el hombre necesita comer para subsistir, y comer bien para vivir mejor. Lo mismo se puede decir de los patrones sensoriales; son iguales para todos los seres humanos, independientemente de su cultura. La estabilidad visual de un círculo, por ejemplo, es igual para un hindú como para un esquimal, para cualquier europeo o un argentino, aunque su significación cultural no sea la misma. El éxito que un artista logra en su producción no es solamente el resultado de la experiencia personal; también existen leyes objetivas involucradas en el proceso. En el arte no se inventa, se descubre; principio que nunca debería ser excluido al momento de valorar el fenómeno artístico.
El concepto de objetividad científica ya ha dado bastantes pruebas de su validez epistemológica, sin embargo, las investigaciones sobre el origen de las formas en el arte de masas todavía subestiman lo mucho que se les debe a las estrategias del mercado; se detienen en el efecto sensible de las formas artísticas, sin ubicar las causas que las determinan y que no tienen motivaciones estéticas. Las teorías relacionadas con la música popular casi nunca mencionan el interés comercial oculto detrás de su producción y el efecto devastador que se produce debido a la adaptación casi incondicional de la sensibilidad. Posiblemente estas teorías no son conscientes de esta situación porque ellas mismas fueron elaboradas dentro de un determinado esquema ideológico que acepta, sin discusión, que el valor artístico se define, únicamente, a través del “todopoderoso” gusto personal. No es diferente a lo que sucede con el pensamiento, donde el concepto de “verdad” ha sido reducido a la igualmente todopoderosa convicción personal, como si la experiencia personal fuera autosuficiente en ambos casos. Los gustos y pensamientos “personales” son, generalmente, formas previamente establecidas por la imposición de costumbres, por la limitación en las opciones para elegir, etc.
Sólo para dar un ejemplo cercano y popularmente conocido, se podría mencionar lo siguiente: durante la época del proceso militar argentino, la música folklórica fue promovida de una manera desmedida, por las connotaciones nacionalistas que presupone. En uno de los festivales más importantes de la provincia de Córdoba (Cosquín), el sentimiento nacionalista de “pertenencia” invadía el escenario casi todas las noches. El espectáculo que contaba con el mayor énfasis era la dramatización de la Campaña del Desierto, aquella matanza organizada para exterminar los aborígenes del sur por ser considerados una “raza estéril”; aunque en la oportunidad del festival la intención era justificar las atrocidades cometidas por el ejército contra la sociedad argentina. Pero no se trataba solamente del testimonio público de una cultura represiva. Detrás del escenario, casi en secreto y con la anuencia de un “honorable” miembro fundador del festival (Rubén Wisner), conjuntos folklóricos de muy mala calidad lograban actuar en el horario central del espectáculo, porque venían recomendados por el Tercer Cuerpo de Ejército.
Estos testimonios de la vida social argentina ridiculizan las palabras de Rousseau que dijo “los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para esclavizarse”. Incluso, para afirmar esta idea, él mismo cita lo que Plinio le dijo a Trajano, “si tenemos un príncipe es para que nos proteja de tener una amo”. No es fácil aceptar este pensamiento; y tampoco lo sería para el mismo Rousseau si hubiera sabido que hay sociedades que prefieren a los amos porque son tan inseguras que la libertad los aterroriza.
En aquel momento, además de la especulación económica, la música folklórica era fruto del oportunismo político y social; incluso se había transformado en una ideología reaccionaria encubierta, donde “defender lo nuestro” nunca significaba “primero mejorar para luego defender”. Hoy, lamentablemente, las cosas no han cambiado demasiado y los estilos musicales de este género ya se han alejado bastante de la esencia y calidad de la auténtica música folklórica; ya no es una expresión de la “ciencia del pueblo”, es más bien una “viveza criolla” o una estrategia de ese nacionalismo que ve en el Estado la primera condición del arte, como lo fue durante el régimen nazi.
El alejamiento que hoy tiene la música folklórica no sería un verdadero problema si no fuera que el hábito modifica la percepción. Cuando un mal producto se impone termina modificando la sensibilidad, y después vienen los nuevos criterios de valoración que incluyen esos productos como referencia. Desafortunadamente, la musicología desestima estos hechos y en su análisis se detiene únicamente en el efecto sensible, ignorando las variables económicas y éticas ocultas detrás de la producción musical. Con estas limitaciones el estudio de la música apenas logra ser una “sociología del gusto”, cuando en realidad, el valor artístico no se mide solamente por lo que al sujeto le gusta; igualmente se deben tener en cuenta las condiciones de libertad en las que el sujeto aprende a elegir. Recordemos que la alimentación no siempre está acompañada de la conciencia de nutrición.
La popularidad de un producto artístico no siempre es garantía de buena calidad. Cualquier músico intelectualmente formado sabe, por ejemplo, que la música cordobesa de cuarteto se encuentra en los niveles más rudimentarios de organización sonora, sin embargo, su popularidad crece de manera exponencial. Lo mismo se puede decir de la “cumbia villera”, el “reggaetone” y otros tantos productos destinados al consumo rápido y que no requieren de ninguna educación auditiva. Frente a estos hechos podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la música popular, aquella que busca educar nuestra sensibilidad, casi no existe. Lo que hoy se conoce como música popular, en realidad no lo es; se trata solamente de un producto destinado al consumo masivo; es la estrategia de unos pocos “vivos” que han sabido orientar el gusto de la gente hacia un producto musical de gran rentabilidad económica.
Los compositores que buscan el impacto auditivo de las masas recurren siempre a esquemas aprendidos muy elementales; buscan hacer un “pacto” con los gustos ya adquiridos, gustos que vienen con sus propios vicios y que después condicionan el juicio con relación a la valoración artística. Para entender mejor los riesgos que implica esta lamentable estrategia de producción, basta con mencionar que el oído puede llegar a gustar de los sonidos distorsionados. Y si se trata de las ideas, sucede exactamente lo mismo. El sutil condicionamiento que padece la conciencia del hombre masa, para hacerlo sentir dueño de su razón y controlar su descontento, lo ha llevado a creer que “el pueblo nunca se equivoca”, cuando lo contrario es la verdad. No se equivoca cuando tiene hambre por la falta de alimentos, o cuando tiene frío por la falta de abrigos, pero se equivoca casi siempre cuando indaga sobre las causas que lo llevaron a ese estado. Los hombres, así condicionados, están satisfechos de sentirse dueños de sí mimos pero ignoran que la realidad, aún la de ellos, no les pertenece. Si los hombres pudieran lograr alguna certeza en este sentido, estarían en mejores condiciones para superar la adversidad. Revertir esta situación también es responsabilidad de la cultura popular.
El hombre común sabe que es libre para elegir, pero al mismo tiempo ignora que el pensamiento que dirige su conducta, no ha sido elaborado libremente por él.
El pueblo que busca la transformación social es, al mismo tiempo, la clase que busca reivindicar la esencia humana, por lo tanto merece un arte superior y no esos productos de la sociedad capitalista que anulan la sensibilidad y el pensamiento. El arte de masas deja al hombre en la superficie de las cosas; está hecho con un lenguaje enteramente fácil por falta de profundidad humana; asegura que la comunicación resulte tanto más extensa cuanto más superficial sea su contenido, cuanto más pobres y banales sean sus medios de expresión. Ante este hecho se desata, inexorablemente, el malestar de quienes aman verdaderamente el arte; y muchas veces se interpreta su crítica contra el arte de masas como la exaltación de un arte minoritario y antípoda de ese otro que entiende y busca la mayoría. Y esto no tendrá solución mientras no se examinen las fuentes económicas, sociales e ideológicas del arte de masas en la sociedad actual (Sánchez Vázquez).
Los griegos no creían tener una cultura; para ellos la filosofía, la música, la literatura, eran partes de su vida diaria y no cosas extrañas que debían adquirir (Read). Con el comienzo del capitalismo en la época del Renacimiento, y casi simultáneo con la aparición del Estado, se comienza a distinguir la cultura como un hecho trascendente. Luego, con la revolución industrial y la producción en masa a comienzos del siglo XIX, los hombres dejan de lado el impulso instintivo de construir sus propios objetos. Igualmente, la cultura se convierte en algo aparte y distinto de la vida diaria; es decir, se transforma en un artículo de consumo. Las nuevas normas de utilidad hicieron que la producción tuviera como única finalidad el lucro y no el uso; es entonces cuando la cultura comenzó a entenderse como aquello que se les da a los hombres y no lo que se les exige según sus propias capacidades creativas. Así, la cultura deja de ser un hecho de la vida diaria para convertirse en algo que el hombre puede adquirir, especialmente en sus horas libres: lee libros, asiste a conferencias, va a los museos, etc.
La aparición del Estado coincidió con la aparición del capitalismo. Y esto no fue casual; alguien debía organizar el poder económico. La cultura en la sociedad capitalista produce artículos destinados al consumo con la finalidad de lograr beneficios económicos, los que a su vez producen hábitos de pensamiento; por eso el Estado está muy interesado en proteger la producción cultural a través de un binomio que logre optimizar los resultados en esas dos direcciones. Si desea obtener grandes beneficios, el gasto de producción debe ser mínimo y el consumo máximo, de lo que resultan productos de muy baja calidad y fácil consumo. Quizás la expresión más representativa del pensamiento capitalista sea la televisión. No hay mejor manera de describirla que recurriendo a una enfermedad mental conocida como coprofagia, en la que el enfermo soporta la terrible particularidad de comer sus propios excrementos. Hoy la televisión se ha convertido en el equivalente social de la coprofagia mental; es el medio por el cual se obliga a la sociedad a comer sus propios excrementos.
En la Teoría de la Información se entiende por “ruido” todo aquello que “ensucia” la transmisión de una información (interferencias, señales parasitarias, etc.) pero que, finalmente, no afectan la decodificación del mensaje. Contrariamente, en la transmisión de la información televisiva la “basura” es el mensaje, y el resto, contenidos no muy confiables.
En las democracias totalitarias la cultura tiene la misión de hacer efectivo el mandato social, y un aspecto no menos importante para lograrlo es, entre otros, el deporte. Como siempre, el principio subyacente es ejercer el control. En lo que se refiere al territorio argentino, por ejemplo, los gobernantes saben perfectamente bien que no es igual la sociedad con hambre y “con” fútbol, que la sociedad con hambre y “sin” fútbol. Se repite la vieja estrategia de Vespasiano al construir el Coliseo Romano; o de Hitler, cuando proclamaba un Estado racista donde el deporte tendría prioridad, mientras “el cultivo de las facultades intelectuales [quedaría] relegado a un segundo plano” (Mein Kampf). Sin dudas, ésta es la mejor la manera de conseguir eunucos mentales, es decir, personas absolutamente estériles cuando se trata de engendrar pensamientos y acciones progresistas.
En la cultura argentina el deporte ha logrado alcanzar dimensiones irracionales; y la justificación más frecuente de esta insana desproporción es que el hombre, frente a tanta adversidad, necesita distraerse un poco; sin embargo, lo único que logra con esta distracción es prolongar la adversidad; el hombre, en vez de enfrentarla, se entretiene con otra cosa para olvidarla. Se parece bastante a la solución que muchas novelas conservadoras le dan a la tragedia humana, es decir, salir por el camino de la resignación o la muerte y no la lucha.
Y aquellos hombres que creen estar protegidos por la inteligencia para no ser sometidos por la vulgaridad, deberían tener muy presente que la costumbre es más fuerte que la razón.
La cultura populista y reaccionaria, opuesta siempre a la cultura popular, es distintiva de las democracias totalitarias, donde se busca imponer la igualdad “hacia abajo”. Los movimientos seudo izquierdistas argentinos - esos antiimperialistas que paradójicamente veneran el nacionalismo o le rinden culto al Estado - proponen una cultura “desde abajo”, “desde lo popular”, creyendo que de esta manera se reivindica el valor de lo popular; pero no se dan cuenta de que lo “popular” está fatalmente condicionado por los intereses “de los de arriba”, con lo cual terminan siendo precursores de lo mismo que pretenden combatir. Con razón alguien supo llamar a estos híbridos sociales “izquierdistas de la derecha” (Sartre).
Las democracias auténticas, en cambio, están más cerca de la “dictadura educativa” de Platón porque estimulan imitar de la vida el valor de luchar contra la entropía; buscan mostrarnos que los instintos básicos de supervivencia se prolongan, con el mismo fin, en mejores formas de sensibilidad y pensamiento. En las culturas populistas la libertad se reduce a la posibilidad de elegir entre las opciones previamente establecidas, según ciertos intereses económicos o ideológicos. En cambio la cultura popular, íntimamente comprometida con el progreso social, indaga su existencia desde una visión totalmente crítica, lo que permitirá perfeccionar el concepto de libertad, y seguramente nos hará conscientes de libertades que ni siquiera sospechamos que nos faltan.


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